martes, 31 de mayo de 2011

El niño que hacía viajes sobre el mapa

El niño estaba sentado encima de la jarapa roja que era su capricho. De muslos hacia abajo se cubría con una manta tan suave como la piel de un gato de Angora. Sobre ellos, tenía un gran atlas de carreteras y, a su alrededor, sujetando las esquinas del espacio rojo para que no se hiciese un lío o emprendiese viaje como la alfombra mágica, se apilaban las más modernas enciclopedias, numerosos libros de arte y las últimas guías turísticas editadas.
El niño que tenía tantos libros a su lado, colocados en montones medianos, miraba con atención distraída el mapa elegido. Se estaba ya a mediados del mes de septiembre y apenas quedaba ya verano alguno. Sin embargo, mañana estaba tan tranquila, tan dulce, era tal el sosiego y el silencio, que llegaba, nítido, a sus oídos, el leve ruidillo del mar en calma. Anoche sí que estaba inquieto, casi furioso, recordaba el niño, y sus olas chocaban duramente contra las rocas. Si pudiera bajar a la playa, se decía, la vería toda llena de algas aún húmedas dejadas por el mar que aprovecha para ello las noches de escasa luna. Aunque, quizá, ya haya venido la máquina de limpiar la arena y el camión las haya retirado, se lo preguntaré a Itarde.
El mar ya había cambiado de azul dos o tres veces, ahora tiraba a verdoso, a medida que el sol subía más alto y el cielo perdía las escasas nubes brumosas de la mañana. Ni una sola barca se divisaba desde el balcón por el espacio que abarcaba su mirada. Antes, cuando la cala no estaba de moda y no había nada construido por delante de su casa, se podía contemplar toda la playa. Ahora dominaban los tejados sobre los que volaban palomas y sólo podía admirar la zona ancha de agua que llegaba hasta el monte de enfrente del que colgaba un pueblecito como de juguete que por las noches oscuras aparecía parpadeante desde su lejanía.


El niño hacía viajes sobre el mapa. Salía desde aquí, desde la orilla del mar de su costumbre, y emprendía una ruta, cada día diferente. Al principio, por inexperiencia, le daba miedo ir mucho más allá y sólo hacía trayectos a recorrer en una jornada. Así conoció todos los alrededores. Llegaba a Mojácar y se perdía por las calles estrechas y frescas, viendo escaparates e indalos, hasta que salía a la fuente, en cuyo centro, y rodeada de agua, había una estatua de mujer de rostro oculto por el manto que sostenía en la cabeza un haz de leña bien cargado. Miraba fijamente sus ojos de piedra, callados y duros, y no le decían nada. Esperaba un posible relámpago amistoso que no llegaba jamás. Entonces, la dejaba a la sombra del azufaifo, del tilo, del ibicus benjamín y de la morera que adornaban la plazoleta, y bajaba volando a la explanada. Desde el mirador, contemplaba la pobre extensa llanura que llegaba hasta los pueblos de la sierra, lejanos, claro, que imaginaba llenos de romaníes con sus rucios, de labriegos de sus yuntas polvorientas, de niños que elevaban remolinos al viento desde las puertas de sus casas blanquecinas. Luego, la realidad era distinta: únicamente vivían, de modo miserable, cuatro lugareños aviejados, algún mediocre pintor extranjero en busca de tipismo, y la blancura era un enjalbegado de cal que brillaba fantástica al firme sol del sureste. Volvía de nuevo al mapa y pronto, casi en un tris, en el escaso tiempo en que se dice ha pasado un ángel, llegaba a Níjar y se veía, curioso, correteando por las calles empinadas, descorriendo un punto las cortinas de las casas para embobarse mientras las mujeres tejían colchas alegres en telares antiguos, contemplando, asombrado, cómo los artesanos del barro, en el fresquedal de su alfar, pintaban los cacharros, cuatro colores vidriados sobre los bastos tazones y platos. De allí se trajo la jarapa roja que tanto le encandiló y fue lo primero que se puso sobre las piernas para protegerse del peligro negro que lo acechaba y aún no había llegado como mal aire, y el cojín oculto por la manta sobre el que buscaba distracción y comodidad cuando se encontraba harto de la silla.
Después, cuando fue suyo todo el tiempo del mundo, y no le daba repelús saber que iba a estar dos o tres días fuera, extendió su campo de acción sobre el mapa y se atrevía a llegar, por ejemplo, hasta Cuenca, para ver los fantasmas de las piedras, descansar bajo el Tormo Alto y comprar un fósil acaracolado. En una ocasión de éstas del principio, llegó más lejos. Primero, Burgo de Osma, donde conoció una niña que nunca había estado en la escuela y que, sin embargo, era feliz. Después, Nájera y Santo Domingo de la Calzada. Eran pueblos cercanos y bonitos. Nájera tenía un río truchero, ancho, de poca agua, que correteaba entre piedras, y un césped a la orilla en el que se tumbó mirando un cielo que no le pareció el mismo que disfrutaba en la playa del sur.
Poco a poco conoció todo el país, Úbeda, y de cada lugar, Peñíscola, traía un recuerdo que ponía en su estantería, delante de los libros que también aumentaban en número.


Hasta que decidió salir al extranjero, era toda una aventura. Ponía el dedo sobre el mapa, en el lugar de la salida, marcaba con lápiz fluorescente la carretera que iba a recorrer y subrayaba el pueblo, el lugar en el que pensaba detenerse. Cogía entonces la enciclopedia, buscaba el nombre del lugar y leía con atención cuanto el libro decía y se lo aprendía de memoria las más de las veces. Se entretenía mucho tiempo contemplando su paisaje, vagaba por sus calles, visitaba sus museos y monumentos. En la historia del arte localizaba los cuadros de pintores famosos y gozaba mirando las figuras varadas, tantos años de la misma postura, sin salir jamás más allá del museo, de la iglesia, del palacio, donde estaba colgada la pintura. Así aprendió a conocerlo todo, a recorrer el mundo, y nunca se le acababan los viajes porque siempre quedaba un pequeño rincón en el que perderse y descansar una temporada siendo feliz con la novedad de un paisaje, con la charla del niño con el que se encontraba y había llegado allí, como él, de viaje con su padre que era un turista empedernido.
Estaba ya el sol casi en la mitad del cielo y sus rayos entraban por el balcón y descansaban en la jarapa roja como juguete olvidado. Los libros aparecían desordenados, habían caído hasta aquí y llegar a los últimos le suponía un esfuerzo. Desde la torre de la iglesia llegaron, cansinas, unas campanadas. Levantó la cabeza y, sobre los hierros del balcón, encontró dos pájaros posados. Oscuros, huecos, venían los ladridos de un lerdo perro. Un barco de vela atravesaba el horizonte. Nunca había viajado por el mar y tampoco sabía cómo hacerlo, (cuántas cosas le quedaban por hacer en la vida!
Pasó un tiempo remiso y después otro. Le hubiera gustado llegar hasta la estantería y quitar el polvo posado en sus recuerdos. Un leve movimiento le hizo vacilar y caer de lado sobre un montón de libros. Entonces, chilló. Fue un grito noble pero angustiado, triste, casi apagado. Al instante entró la mujer que tenía calor en su regazo y lo socorrió. Primero lo recogió del suelo, después lo tomó en sus brazos y lo colocó amorosamente sobre su silla de ruedas.
Diestramente, el niño la condujo hasta la estantería. Pensó, airado, dar patadas a los libros, a los recuerdos y tirarlo todo contra el suelo, pero... (cómo! Apretó los dientes y se llegó hasta el balcón. Allí quedó mirando su mar de cada día, su mundo eterno, hasta que su afán viajero, hasta que sus ojos recobraron el azul pacífico y esperó casi sonriente a que pasase su barco para entrar en él y darse una vuelta por la cala, alguna vez tenía que ser la primera.

Fotografías: J. L. M.

LAS MONJAS CLARISAS EN IMÁGENES

HACIA 1950, SE TRASLADAN AL NUEVO CONVENTO

                                                                          Madre Berta

                          Convento viejo. Hoy es Muebles San José

                                           Monjas novicias

                                   Monjas profesas


                              Capilla de las Monjas clarisas

NUEVO CONVENTO EN LA AVENIDA DE SANTA CLARA, A ORILLAS DEL RÍO








LAS CLARISAS DESPUÉS DEL TERREMOTO



REGIÓN MURCIA
La madre superiora del convento de las Clarisas cuenta paso a paso cómo fue su 'hora de pánico' tras el seísmo 
15.05.11 - 02:53 - 
CÉSAR GARCÍA GRANERO cggranero@laverdad.es | LORCA.
·       
60 MINUTOS DE TERROR
18.47 HORAS
«Todo era humo. Una polvareda inmensa me rodeaba y no veía más allá de lo que da la mano»
19.15
«Todo clareó, pero mejor que no lo hubiera hecho. El techo de la capilla se había hundido y la torre estaba a punto de caer»
19.30
«Me acordé de Berta, la fundadora del convento. Había puesto tanta ilusión...»
19.45
«Hacía una hora que estábamos en silencio. Ni una palabra, o unas pocas. Entonces rompimos a llorar»
Vestidura talar, de un marrón serio interrumpido por la toca nívea y varios rosarios al costado, gafas de ver y unos zapatos negros cuyas suelas 'flanearon' sobre la tierra el día que la tierra no era un piso firme, sino una coctelera. Así recibió ayer a 'La Verdad' María Jesús García y así pilló el sacudón a la madre superiora del convento de las Clarisas de Lorca. La religiosa cuenta la peor hora de su vida, en un relato en primera persona escrito sin interrupciones que arranca, a las 18.45 del miércoles, dos minutos antes del seísmo:
Madre superiora : Iba camino del salón que terminamos hace un mes. Quería comprobar si lo había dañado el primer temblor, que fue más susto que otra cosa. Bajé las escaleras de la capilla, las que están enfrente del huerto [María Jesús habla de huerto, pero es más un jardín con riachuelos de caminos estrechos en una porción amplia de tierra fragante llena de flores, naranjos y limoneros]. Tomé el camino del paseo y no sé cómo, pero de repente un temblor del suelo y del cielo, de las cosas a mi alrededor: un temblor de todo. No sabía qué pasaba ni dónde estaba. Todo se movía y no podía agarrarme a nada. En medio de aquel destrozo le pedí a Dios misericordia, que por favor detuviera la fuerza de la naturaleza. Estaba bloqueada. No sabía si llorar o chillar. Me sentía impotente [María Jesús, que no lloró entonces, lo hace ahora, cuando ya no hay sobresalto y aflora el dolor en lugar del miedo. Respira, recobra la calma, primero, y el ánimo, después. Entonces sigue]:
De repente, todo era humo. Era como estar dentro de una nube. Una polvareda inmensa me rodeaba y no podía ver mucho más allá de lo que da la mano. Aún no sabía lo que había pasado, porque no podía ver la capilla. No podía ver nada. Estaba de pie, en medio de la nube, y busqué un sitio seguro. Fue entonces cuando me adentré en el huerto, entre los naranjos. Allí esperé y al poco llegaron las hermanas [nueve; hay diez en el convento, pero una, impedida, siguió en su habitación varias horas más hasta ser rescatada. Las religiosas no estaban solas, Chispi, una perrilla blanca moteada que siempre va donde va la madre superiora, estaba con ellas anguileando nerviosa en el mismo polvo y entre los mismos naranjos]. La nube siguió con nosotras. Hasta media hora después no se disipó. No sabía muy bien qué había pasado, qué destrozos había, y la impaciencia era cada vez mayor. Además, respirábamos mal, porque elpolvo se metía en los ojos, por la boca, la nariz. Estaba por todas partes.
Todo clareó al fin, pero mejor que no lo hubiera hecho. El techo de la capilla se había hundido y la torre estaba a punto de caer. Me quedé helada. Era como tener un tesoro y perderlo, todo hecho migas en un momento [María Jesús lleva cuarenta años en un convento que tiene 56]. Me fijé en las grietas, que estaban por toda la pared. Igual que un montón de culebras. Era descorazonador. Miré a las hermanas. Algunas estaban sentadas en los bordillos, otras de pie, como yo. Era incapaz de sentarme.
Me puse muy nerviosa, daba vueltas y vueltas. Además, no podía hablar por el móvil. No había comunicaciones. Apenas hablábamos entre nosotras, no podíamos. No era silencio lo que había, sino algo más sobrecogedor. Era la desolación, la impotencia. Iba de aquí para allá, de un lado a otro. Qué difícil era estar quieta. Ya veía más y recorría el huerto de parte a parte. Repetía una oración sin parar:
'Aplaca Señor tu ira,
tu justicia y tu rigor'.
Así una y otra vez:
'Aplaca Señor tu ira,
tu justicia y tu rigor'.
Y otra más. Rezando llegué al costado del huerto y vi la pared de la capilla, que estaba destrozada. Las hermanas me decían: 'No te preocupes, ya se arreglará', pero era difícil hallar consuelo [la madre superiora llora otra vez. Lo hace contenida, pizqueando lágrimas, con el desbarajuste mínimo. Luego toma aire, se ajusta las gafas y sigue]:
En ese momento me acordé de la madre Berta, la fundadora del convento. Era la madre superiora cuando entré yo. Había puesto tanta ilusión... Me acuerdo de que vendía pedazos del viejo convento para levantar el nuevo... Ahora lo veíamos todo y nos veíamos a nosotras mismas. Hacía una hora del terremoto. Seguíamos en silencio. Ni una palabra, o unas pocas. Entonces rompimos a llorar y miré al cielo y me pregunté: ¿Por qué? No sé, una es religiosa, sí, pero es humana también...


(A) CÉSAR GARCÏA GRANERO (La Verdad)

domingo, 29 de mayo de 2011

PERRO


La primera vez que los vi estaba yo en la primera planta en donde tengo mi rincón de simple empleado. Eso es lo que soy. No has dado para más, me dijeron entonces y me repiten ahora, como para que me conforme, algunos más pobres y míseros que yo. Por dentro, claro, que por fuera parecen brillantes y quizá lo sean. También me pasa que me agobio en seguida si estoy tiempo de más en el mismo lugar, aquí tengo que permanecer ocho horas y las de propina, y suelo mirar por la amplia ventana de sucios cristales, manchados de sebosas manos ávidas de escapar de este sitio, que se abre a un pequeño espacio con pretensión de verde, cuatro grisáceos árboles enjutos y enfermizos, apenas si disfrutan de agua, rodeado por chalés importantes de gente que nunca aparece por su puerta ni por su cuidado jardín, como escondida siempre, temerosa de mostrar una riqueza vergonzante a los tímidos ojos de los escasos andadores de la mañana. Es, todavía, una de las pocas parcelas no construidas de la lujosa urbanización después de los tantos años de iniciada.
Desde que andar se ha convertido en un sano entretenimiento para los jubilados que desconocen cómo invertir su tiempo y para los cuatro que en calzón corto corren hacia no saben dónde, todos los chalés disponen de setos que los hacen impenetrables para los que creen en la terapia de los deportivos mientras ellos disponen de pistas de tenis y de piscinas de fondo azulado, todas iguales, como salidas del mismo diseñador, y convertidas en el no va más de la elegancia y el buen tono de los adinerados que, no sé por qué, deben sentirse arrepentidos de su boyante economía y no soportan que la gente como yo disfrute de la vista de su mansión quizá por si se la robamos con la mirada. Y no lo digo por envidia porque sólo es cuestión de dinero. Y hablar de dinero es como decir una perogrullada. Si uno se dedica a lo largo de toda su vida y de la sangre de los demás a almacenar billetes, se puede conseguir un mediano caudal porque siempre hay quien tiene más. Claro que todo conlleva su lado amargo: tantas horas de trabajo al día, de planes de enriquecimiento rápido, de zancadillas comerciales, de halagos hacia los detentadores del poder, de estar pendientes de esos negocios que nunca acaban de ir, dicen, quizá porque no quieren que los demás conozcan cuánto guardan escondido, las monedas bajo la losa, de no saber vivir sino para el vil pero preciado metal. Y es que poco podemos hacer sin la pasta, aunque muchos se conforman con la necesaria, están desposeídos de ambiciones porque su corazón se halla en otro lugar. Claro que, a todo esto no se añade el brillo social aunque lo facilita. Pero, ¿qué importa esta bagatela para los que no tenemos este tipo de creencias?
Desde la ventana del primer piso puedo disfrutar de la vista de una desnutrida palmera, octogenaria por lo menos, de la casa que se ha erigido el notario recién llegado, del huertecico gris que era de los curas en donde se reconstruyen las personalidades rotas de unos rotos hombres, de la esquina curiosa del museo etnológico, del solar en el que campea un cartelón en el que se puede leer que es un espacio reservado para construir un club elegante y del patio semimísero de los niños mágicos que acuden al colegio y que juegan con enorme griterío.
Pues bien. En ese espacio que abarca mi mirada como si fuera, y lo es, todo un mundo de cosas que despierta impresiones no muy concretas, vi y miré entonces, y continúo haciéndolo aunque sea en mi mente, un espigado jovencito acompañado de un perro precioso del que no sé decir ni su raza ni su religión pero que se parece a los que he visto en las películas que se ruedan en partes frías de este mondo cane en el que las cosas son porque son. Lo más bonito de este grato animal no son los ojos, sino los círculos que los rodean que me parecen de colores amenos aunque quizá sólo destaquen uno blanco y otro dorado. La verdad es que lo creo perro inapropiado para tenerlo en una región tan cálida como esta llamada Sureste.
Por entre todo el entreverado de cosas que diviso desde la sucia ventana de la primera planta y por delante del museo, discurren lentamente dos caminos paralelos y equidistantes, uno de tierra, quizá sea albero pues está tan de moda desde unos años a esta parte ponerlo donde antes sólo había terregal autóctono, de bancal para la sementera, y otro asfaltado como exige la sublime civilización actual, pero de modo irregular como se suele hacer. Esos son mis caminos, mi andadura en los días en que me encuentro como un pavo relleno, hinchado, ahíto en suma. A mi edad, la que tengo, hipertenso, propenso a la retención de líquidos y a la hinchazón de mis tobillos, por prescripción facultativa debo caminar, no puedo hacer camino donde ya está conformado, para evitar nuevas dolencias imprevistas, séase infarto o cosa semejante.
A mí me da igual salir de este mundo por eso o por causa similar o parecida, porque sé que morir es algo de lo que no se puede escapar o, como dicen los optimistas, la única certeza infalible desde el propio nacimiento, a veces desgraciado. Alguien, de modo idílico, lo dijo más bonito: "la muerte es la nada de la vida, no hay en ella felicidad". En consecuencia, hago caso omiso de esta prescripción y únicamente ando, de modo más bien desapasionado, errático, cuando me apetece, que es casi nunca. Pero ese es el camino por el que transito con mis pensamientos, a mis soledades voy, cuando me decido a andar. Y es que me parece un tiempo perdido el que gasto en este menester aunque reconozco que me hallo mejor cuando, con mi tripa a cuestas, enfilo la Olmeda de los Chopos para desembocar, por los Pasos de Santiago, a la Senda de los Tenorios, exactamente por detrás de esa maldita planta primera desde la que también diviso las copas terrosas de algunos cipreses que suben desde el suelo de sus dueños hasta el cielo que me cubre, ese noble cielo protector de tanto desheredado como quedamos en el mundo.
Así que era irremediable mi encuentro con el chico del perro que lo llevaba por esos solares para entretenerse él, que el animal no entiende de eso ni sabe cuándo los días ni cuándo las noches son. Lo llevaba con su collar y su correa hasta que llegaba allí y entonces lo soltaba. Tampoco se alejaba mucho de su alrededor porque el chico, desafortunado en su origen, como habría aprendido de otros, le arrojaba un trozo de palo que había sido abandonado a su suerte en aquel lugar pestoso para que saliera corriendo y se lo devolviese baboseado. Y el perro se prestaba a ese juego quizá porque sabía que su amo apenas podía hacer otra cosa además de gemir algún que otro misterio y echar una mirada intensamente desvaída por ese alrededor neutro que lo sumía en el desencanto de lo no comprendido.
Las primeras veces que pasé junto a ellos sólo me ocupé de observarlos con el rabillo del ojo para que no sufrieran desasosiego el tiempo que tardaba en cruzármelos, poco a la verdad. Mas después, de nuevo instalado en la rutina del trabajo que me duraba ya más de treinta y siete años, cuando me asomaba por la ventana de cristales que pocas veces merecían un fregoteado a fondo, bastante porquería tapaban las persianas, volvía a pensar en el chico del perro y me sentía muy entristecido. ¿Me hubiera cambiado por él? No, porque los perros nunca me han gustado para mi compaña, si eran de otros los miraba displicente. Sí, porque al menos hubiera escapado de las cuatro paredes que me conocía de memoria por tantos años de permanencia en su cutre interior. Y tal vez, conociendo la vida diaria, se podía pensar que lo mejor era no tener posibilidad de darse cuenta de cuanto acontecía en ella.
Así que decidí pararme con el ángel caído cuando me lo encontrara en mi estúpido caminar, poco trecho recorría en la mayoría de las ocasiones, y que efectuaba para responder con mi rutinario sí a la pregunta rutinaria del ¿has salido a andar esta tarde? con que me saludaban en casa, si es que había alguien cuando volvía de mi soliloquio o si es que aquello era una casa.
Al principio acortaba el paso, suelo moverme deprisa hasta romper a sudar, y contemplaba a los dos enfrascados en su costumbre, palo va, perro viene. Después ensayaba un tímido adiós o un hasta luego que intentaba ser cordial aunque yo sabía que no lo resultaba pero que obligaba al joven a responderme con un algo que no sonaba a palabra sino a gruñido, aunque yo prefería decirme me llega así el habla por la distancia, ¡qué cándido!, tal vez jugando a engañarme, a ocultar la realidad. Claro que eso hacía desde un tiempo a esta parte conmigo mismo. Luego no me traicionaba. El perro, que me pareció triste por sumiso y resignado, ni me miraba, no tenía por qué conocerme. Hasta que un día cualquiera me senté junto al joven, en el bordillo de una acera que allí concluía, tras ser ancha y civilizada hasta pasado el museo. Cuando el chico se cansaba de echarle lejos el palo al perro, se sentaba allí y se entretenía dibujando una y otra vez con un guijarro signos indescifrables sobre la tierra endurecida justo donde acababan sus pies. Luego lo tiraba y lo cogía, lo tiraba y lo cogía. Y así hasta que entendía que se había acabado el tiempo permitido, ponía la correa al perro e iniciaban una despaciosa marcha que se hacía indefinida a la pobre luz del otoño que se apagaba un poco más allá.
Un día cualquiera, sin otra personalidad que la de ser día, comencé a preguntarle:
- ¿Cómo se llama?
- Peeerro -tardó en contestarme.
Y en seguida el silencio. ¡Qué trabajo costaba arrancarle una palabra! Y es que tampoco podía tener muchas dentro de su cabezota de pelo rizado y abundante que en ocasiones tapaba con una gorra de las que regalan los comercios que hacen publicidad. Llevaba yo cuando salía a andar y me ocupaba en ordenar mis decepciones una azul que me habían comprado en un viaje que habíamos hecho al Puerto de las Tres Carabelas en Moguer, cuando estuvimos a ver la casa museo de Juan Ramón Jiménez, el del platero menudo y suave.
- Ten. Es más bonita que esa. Al menos no le haces publicidad a nadie.
No esperaba que me contestara reconociendo mi desprendimiento pero sí que mostrara algún interés en ella. Quizá buscara una gota de luz en sus ojos de pestañas cansadas ocultas por unas gafas de más cristal del que debieran. Pero no dio la menor seña de haberle gustado mi obsequio. Así que no tuve más remedio que ponérsela en la preciosa cabeza de aquel perro compañero taciturno que tampoco se inmutó. Era ya más de atardecida que de costumbre cuando me levanté para irme. Hizo lo mismo pero, en un arranque rápido, quitó la gorra al perro y se la puso, tirando la suya hasta donde le llegó la fuerza de su mano. El perro, según su costumbre, corrió hacia ella y, asida por la boca, caminó detrás del paso cansino de su amo.
Como cada tarde me quedaba con ellos perdí la costumbre de andar. Allí, como dos tontos, pasaba un largo rato en el que se repetía siempre la liturgia de la tarde anterior.
Tenía el pelo tirando a rubio desteñido, quizá parecido al color de la paja, la cabeza alargada y aferrada a un largo cuello delgado, los ojos como gárgoles, los párpados ribeteados de pus, las cejas pobladas y moteadas de pelo blanquecino, las orejas desprendidas y algo deformes, la mirada triste. Eso es lo que más destacada. Era una mirada cansada, sabia, como si supiera cuanto de trágico había en él mismo, con cuánta necesidad había llegado a este mundo, con qué poco se iba a marchar de él. Sin embargo, había sido afortunado en su cuerpo en el que no se le apreciaba ninguna deformidad. Pero era un desaliñado para vestir. Llevaba cualquier cosa: unos pantalones vaqueros y un jersey corto que dejaba al aire su ombligo redondo o una camisa descolorida y casi andrajosa con un bañador por todo calzón. Este es más pobre que yo, me decía sorprendido no tanto de su desaliño como de mi ruindad, no tenía otra cosa en que pensar.
- No conozco a tus padres.
- Yooo taampoooco -me contestó. Pero ese tampoco sonaba a zampoco, a palabra que se resiste a abandonar su hospedaje, que se niega a salir y tropieza, deforme, en cualquier lugar.
Los silencios que con él tenía me enseñaron a hablar menos, poco, a veces nada, aunque, la verdad, tampoco tenía yo quien me preguntara mucho.
Llevaba yo en mi muñeca izquierda una pulsera de hilo hecha por unos emigrados, tal vez andinos, que pusieron un tenderete en una calle de las principales de Santander una tarde en que paseaba por allí, cuando el viaje de vacaciones que organizaron mis compañeros y me llevaron de hombre a su servicio mientras mi corazón volaba hacia Elia, que mucho me asustaban los lugares que no identificaba como los de mi vida igual de cada día dánosle hoy. Me la compré, fue el único recuerdo que me traje, la hubiera podido adquirir en cualquier otro perdido rincón del mundo, es verdad, sobre todo cuando la gente espera que se compre uno algo típico en tierra tan bendita, y no me la quitaba nunca, quizá porque significaba más de lo que yo me creía o porque no sabía desatar aquellos sabios nudos con que me la cerraron a la muñeca. Era de colores vistosos y de dibujo geométrico y cuando necesitaba perderme de donde estaba sólo tenía que mirarla. Ahora salió fácilmente.
- En tu mano queda mejor que en la mía.
Cuando dijo gracias llenó mi cara de saliva, una lluvia menuda de afecto y candidez. Así que no se lo tomé a mal. Y me satisfacía que de vez en vez se la mirara y le pasase los dedos por encima como en una tibia y torpe caricia.
Casi al final de octubre sabía ya medio hablar como él y media historia de su vida. No había en ella, afortunadamente, nada importante. Sólo miedos, abandonos, silencios, soledades, profundos pozos de ternura no derramada, necesidades no cubiertas, ansias de besos y cariños maternales. Pero esta carencia entra dentro de la normalidad, posiblemente también me pase a mí. Se lo dije, pero no lo pudo entender. No insistí demasiado porque no tenía por qué angustiarlo. Así que le enseñé la palabra amigo.
- Amuiiigo.
- Te voy a ser sincero -le dije. A mí también me costó trabajo saber pensar y hablar por mí mismo.
Pero no prestó atención a la tristeza de mi confesión.
Nunca le seguí, nunca pregunté a nadie por él. Nunca pretendí saber quién lo cuidaba, quizá una abuela desconsolada. Nunca quise pensar hasta dónde se me aferraba para no perderse en el desangelado vacío de lo que nunca iba a poseer. Era mejor hablar de su perro.
- Perro tiene mucho pelo -le dije.
Pero se había olvidado de él que permanecía escondido entre sus piernas y no corría más tras un sucio y cochino palo. Ni se movía. Nada le llamaba la atención. Tenía la mirada perdida en la misma nada de su amo.
Por eso no me extrañó que unas tardes después llevara unas tijeras en la mano y se sintiera feliz cortando el pelo a Perro que se dejaba hacer como si así permitiera la felicidad de su compañero.
Luego desapareció.
Al cabo de un tiempo, en un día muerto del mes de noviembre, volví a ver a Perro, trasquilado y triste, sucio y desamparado, hurgar en aquel solar en busca quizá del palo que su amo le alejaba tarde tras tarde para sonreír cuando se lo llevaba de nuevo, en un juego siempre repetido y siempre nuevo, lleno de baba y de bondad.
Quizá por eso me asomo aún a la pobre ventana. Por si todo volviera a ser al menos como antes y aún viera al torpe muchachote infeliz que, sin decir nada, desapareció un día cualquiera de este otoño infame, dejando como reliquia un perro más abandonado que él, que lo había tenido como compañero inseparable. Claro que inseparable, inseparable, lo es uno de sí mismo. Lo demás son mandangas. Me imagino que tampoco para Perro la vida volvió a ser nunca lo que antes. Pero eso hasta me está pasando a mi casi sin darme cuenta.
                                 Fotos: J. L. M. Pertenecen a la colecciñon PEDANÍAS ALTAS

sábado, 28 de mayo de 2011

El viaje mágico y realista de Rodrigo Rubio por la literatura infantil

Rodrigo Rubio (Foto: El País)
                                                                      

Apriorismos necesarios
            Puede extrañar el contenido de este artículo, no sólo el título, por cuanto la literatura infantil viene a ser considerada literatura menor a pesar de los esfuerzos de notables estudiosos interesados en darle un contenido exacto y científico en lo posible, además de introducirla en el curriculum de las Escuelas Universitarias de Formación del Profesorado, en un loable empeño que, desde un punto de vista reivindicativo, no debe desembocar sólo en tareas de animación a la lectura sino, sobre todo, de investigación y crítica.

            Convendría, entonces, aclarar que el marbete "literatura infantil" es tan desafortunado como otros que campean por la historia de la literatura española actual, por ejemplo, el de "novela corta".

            Ha parecido siempre la mejor literatura infantil la tradicional de transmisión oral recopilada bajo forma escrita. Por eso, cuando los niños sólo escuchaban y más tarde leían cuentos de brujas y hadas, adquiere la literatura infantil su carácter peyorativo, por infantilizado, o de literatura menor, que es lo que hay que evitar.

            Pero los chicos inteligentes comienzan a apropiarse pronto de libros que, escritos para todos (lo que podríamos llamar vanalmente en contraposición "literatura adulta" o para adultos, cuando en realidad sólo hay que hablar de Literatura), por su limpieza temática, moralista las más de las veces, permitía su lectura, censurada y autorizada después por el clero, la familia y la escuela burgueses. A veces, como los protagonistas son niños, era más fácil apropiarse de esas lecturas.

            Si muchos de estos libros y autores fueron los compañeros de viaje de cuantos leíamos en la postguerra, quiérese decir que era buena lectura, que no había otra por razones obvias: no había aparecido la literatura escrita intencionadamente para niños, operación de tipo comercial, ideológico y educativo que surge con el auge económico de los años ochenta, aunque no faltasen iniciativas en épocas anteriores y en otras circunstancias puesto que el niño necesita libros de cuentos en su etapa lectora de escolar.

            Pero los límites entre Literatura y "literatura infantil", más que imprecisos, son inexistentes y la inteligencia de algún editor o la progresía controlada de otros permite que, en ocasiones, se publique en colecciones para niños literatura que pide a gritos no ser calificada como infantil. Caso que, como observamos y deducimos de la lectura de estas obras, se produce en Rodrigo Rubio.

            Por otro lado, si creemos en el derecho editorial a convertir el libro en objeto de consumo y comercio, hemos de actuar con el mismo criterio con el autor que publica por dependencia de la función económica, con el interés de vivir profesionalmente de la literatura o por hallar nuevos lectores en un nuevo campo del que debería desbrozarse ya autores y modos de escribir, separando los unos de los otros, para quedarse sola y exclusivamente con la mejor literatura. Para que la literatura escrita intencionadamente para niños deje de ser "infantil", ha de ser sólo buena literatura. El gusto de los niños y su evolución lectora se educa con esa literatura infantil, es decir con la literatura de calidad.

            En la actualidad, el mercado editorial cuida escrupulosamente la necesidad lectora de los niños, por lo que busca autores "célebres" o más conocidos que escriban libros para niños por dos razones, porque lo van a hacer bien (liberados de la deformación tradicional) y porque se aseguran ventas sólo con el nombre del autor. En ambos casos, la literatura infantil es un puente lector, porque sólo se ha de cambiar, con el crecimiento y paso a la adultez, de colección, no de autores, si es que se les mantiene fidelidad.

            Finalmente decir que este tipo de literatura tiene éxito no sólo por la promoción editorial sino por la actuación de los animadores a la lectura que, en un afán morboso de que los escolares lean, han disparado las ventas (y los lectores), aunque no han sabido impedir ni paliar el rechazo lector que se produce en los escolares a partir de los doce años y no sólo porque hayan surgido competidores - TV, video, ordenadores personales- para el tiempo de ocio de los niños.

            Toda esta situación produce un panorama sugerente y atractivo para el escritor. Ignoramos los motivos por los que Rodrigo Rubio se ha acercado al mundo de la literatura infantil, aunque parece ser un reto personal según leemos en la contraportada de uno de sus libros. Nuestra intención sí es clara, dar a conocer la literatura infantil escrita por Rodrigo Rubio, a la luz de los criterios anteriormente expuestos, porque ha podido pasar inadvertida por estar en colecciones infantiles o ser omitida de su producción al considerarse por los críticos literatura menor.



Obra de Rodrigo Rubio publicada en colecciones infantiles
            Nos parece más consistente, según nuestro propósito, llamar a la obra de Rodrigo Rubio que vamos a comentar "publicada en colecciones infantiles" que "literatura infantil", aunque goce de las ventajas e inconvenientes de este tipo de literatura, como enseguida aclararemos.

            Rodrigo Rubio tiene publicadas, según nuestro conocimiento, cinco novelitas en colecciones infantiles: Ventanas azules (Escuela Española, 1981), Tallo de sangre (Anaya, colección "Luna de papel", 1989), La puerta (S.M., colección "Gran angular", 1989), Los sueños de Bruno (S.M., colección "El barco de vapor", 1990) y El amigo Dwnga (S.M., colección "Catamarán", 1992).

            A pesar de que la edición de algunas de ellas se encuentra agotada, la ventaja reside en que son novelas que pueden ser leídas por el gran público, aunque un adulto no busca, de no estar informado, un texto en una colección infantil; el inconveniente se origina al ser calificadas según la edad del lector por la editorial. Es un indicativo óptimo para que el niño de esa edad adquiera la obra pues a él se la dedican, pero implica un dirigismo que sólo se salva por criterio moral, aunque, menos mal, el lector formado leerá lo que le plazca. Pero también induce a error. Por ejemplo: de las cinco novelas indicadas, la más difícil de interpretar de todas, Tallo de sangre, está recomendada para niños de más de diez años; el resto, se ofrece a lectores de doce años en adelante. Es decir, dicha división no nos parece acertada por su propio encasillamiento. Vuelvo a señalar que su lectura se puede recomendar a los adultos y, sobre todo, a los que gustan de Rodrigo Rubio. No es una literatura menor. No tiene de infantil nada más que los protagonistas. La problemática desarrollada es tan profunda como la de sus novelas más conocidas.



Texto y contexto en la literatura infantil de Rodrigo Rubio
            Para nada discrepan estas novelas escritas intencionadamente para niños y/o jóvenes, en cuanto a temática y técnica se refiere, de la otra producción de Rodrigo Rubio. Si acaso, sirven para comprobar la evolución del escritor dentro de una línea de publicación que apenas muestra altibajos. Son novelas de carácter realista que se ocupan de una problemática social de rabiosa actualidad en su momento y que no han perdido su interés aún hoy. La emigración desde otro punto de vista: es ahora España país receptor, con el inconveniente de que no todos los emigrantes son blancos, lo que se traduce en mayor explotación e ínfima calidad de vida. La fuga de los adolescentes del hogar burgués con los miedos que esta realidad provoca. El mundo de la deformidad psíquica o física, que parece retrotraernos a los años del feísmo literario del realismo social: Los niños tontos, por ejemplo, de Ana María Matute. Pero, Tallo de sangre se encuentra más dentro de lo simbólico que de lo mágico (realismo mágico) y, en verdad, dudo que pueda ser entendida por niños de diez o más años, a no ser que se aplique el criterio de Zenobia Camprubí para los textos de Juan Ramón Jiménez expresado en Poesía y verso (1901-1932) escogida para los niños: "En casos especiales, nada importa que el niño no lo entienda, no lo comprenda todo. Basta que se tome del sentimiento profundo, que se contagie del acento, como se llena de la frescura del agua corriente, del color del sol y la fragancia de los árboles; árboles, sol, agua que ni el niño, ni el hombre, ni el poeta mismo entienden en último término lo que significan".

            Así pues, debemos leer estas novelas sabiendo que no se produce ruptura con su anterior producción, que los temas siguen siendo de índole social, que los personajes elegidos casi nunca han sido bien dotados por la naturaleza o se rebelan en cierto modo -son sólo niños- contra el medio social en que viven, sobre todo si es alto, que existe casi siempre una contraposición vida anterior/vida actual que permite la introducción de cuadros costumbristas (formas de vida que se pierden rememoradas con nostalgia) y que lo simbólico genera la creación de un mundo poético encerrado en una prosa de calidad excelente.

            Podríamos generalizar si aseveramos que en toda su obra existen elementos biográficos, que en algunos de los personajes se encuentran rasgos del mismo autor. Y eso se adivina porque, en casi todos sus escritos para colecciones infantiles, observamos un deseo de vivir en la Naturaleza como contraposición a la vida urbana, y un silencio relativo, una rareza, en alguno de los personajillos -diminutivo afectivo- protagonistas, porque revive en él el ansia de una vida rural que, rechazada por los padres, es el mayor encanto y atractivo del abuelo. Así sucede muy claramente en Ventanas azules, quizá porque es un relato tan breve que las reacciones de los protagonistas niños son intensas. Esteban es el niño soñador que se mustia en un piso bueno pero desde el que no se ve el cielo. La madre no quiere volver al pueblo quizá por olvidar sus raíces humildes a pesar de la ancianidad del padre que vive solo. El padre es un buen hombre que se preocupa del bienestar de sus hijos. La clara incomprensión de toda la familia, padres y hermanos, ante la nostalgia y el deseo de vivir de Esteban "en la limpia naturaleza", hace que el niño se sumerja en su interioridad y parezca y aparezca como "raro".

            Tallo de sangre es un relato para adultos en el que los niños van a encontrar sugerencias proporcionadas no tanto por el asunto que trata sino por el lenguaje pulido y poético. Los personajes, en cierto modo míticos, viven encerrados en su propia pequeñez de aldea acostumbrada al mal trato del cacique. Su misma ignorancia les hace temer, por leves sospechas que leen en presagios naturales, el mal que va a sobrevenir a un pueblo que, ansioso de libertad, vuelve a sufrir los mismos horrores que cuando no la tenía. Por supuesto, aparece la fealdad, la minusvalía, el sufrimiento y el daño, lo monstruoso concebido como fruto del amor y lo monstruoso rechazado como único medio de conservarlo, a pesar de estar anunciado el daño por contravenir las leyes naturales. Todo dentro de un mundo diario de amor, recuerdo y olvido, controversia, tristeza, complicidad y naturalismo, trágico casi siempre.

            Pero este relato sugiere otras lecturas, que es lo que lo convierte en lectura de adultos, si es que los niños han captado el argumento, el mensaje, del autor en un texto oscuro e interpretativo, con dificultad notable en el desarrollo que siempre avanza por indicios o vaticinios trágicos:
            "- Para mí que algo revuelto se nos aproxima...".

            Es un ambiente rural en parte idealizado en el que se desarrolla la acción poco acorde con el tema o con la condición humana de los seres que por él pululan, portadores de un vocabulario apenas de acuerdo con su condición social y de una sabiduría ancestral que convierten el texto en un mundo en cierto modo mágico y, sobre todo, simbólico, a captar según la capacidad lectora. ¿Qué representan "aquellos tipos vestidos de negro"? ¿Qué buscan los que "desean que haya, en no sé qué futuro, un mundo diferente, con hombres distintos a como somos todos nosotros ahora"?

            Si viene a plantear el que "Nadie tiene derecho a quitarnos los hijos, aunque nazcan tontos o deformes", lo hace de modo oscuro en cuanto a su solución. El rechazo del pueblo a ese niño aparentemente normal, "hermoso, aunque con los ojos algo extraviados", pero que desde los cinco años no crece sino por la cabeza, que debe ser ocultado porque "los hombres de negro, enterados de que en casa de Longinos Silencios había nene encerrado", lo buscan para llevárselo y que simbólicamente se hace flor cuyo tallo es segado y del que sale sangre como testimonio de su muerte, parece tema casi habitual, al menos común, en los relatos de los años sesenta y que aparece en otros novelistas de la época, por ejemplo, piénsese en Castillo Navarro y su El niño de la flor en la boca.

            Así pues, Tallo de sangre, insistimos, no es una lectura apta para su correcta comprensión por niños de más de diez años, sino que trasciende el marbete literatura infantil simplemente porque es un libro bellamente escrito, es buena literatura, literatura para todos.

            La puerta es un relato en cierto modo opresivo por la dinámica de la acción que quizá sea la excusa para efectuar una introspección del protagonista adulto, al que se le ha ido de casa un hijo que no ha sabido asumir sus responsabilidades. Intenta explicar, que no justificar, un conflicto generacional entre quien soportó una madurez temprana porque no tenía nada y debía solucionárselo todo y quien, rodeado de cierto confort por el trabajo de los padres, no ha ido superando las pequeñas dificultades que le hubieran madurado para la vida, quizá protegidos excesivamente para que no padezcan las privaciones que ellos sufrieron. Demasiadas razones expone el padre para no culparse pero para tampoco justificar el comportamiento del hijo. Es un viaje nocturno por un Madrid degradado en el que el protagonista, un nuevo Max Estrella, sufre su calvario particular sin la grandeza degradada de aquel hombre porque no se presenta grandioso ante la adversidad, sólo hace un cuadro no sé si costumbrista, realista sí, del Madrid actual y se ensaña una y otra vez en presentar la dicotomía ciudad (donde los hijos se han adaptado) - campo o aldea (lugar añorado por los padres), vida anterior (de los padres) - vida actual (de los hijos). Narrado en primera persona, se hace agobiante por la rapidez que imprime a la acción y lo tenso de la introspección. Moralista, el final es positivo. Si hubiese dejado abierto el final, quizá no hubiese tenido cabida en una colección de literatura infantil. Además, la conclusión implica en cierto modo la consecución de algo buscado: " - Pues padre, majo, porque hace unos días se te largó un niñato de casa y ahora parece que vuelve un hombre". El sufrimiento madura. Sólo que la gente actual piensa si acaso merecen la pena ambas cosas, sufrir y madurar.

            Los sueños de Bruno es otra manifestación de los habituales demonios personales de Rodrigo Rubio: ambiente social duro, mísero; personajes deformes aunque humanos; consecuencias de la emigración esta vez interior; búsqueda de una nueva vida más floreciente que no llegará; sueños de todos que nunca se cumplirán. No existe la solución, la esperanza sólo es un modo de permanecer hasta que, perdidas las ilusiones, una vida plana reduzca los sueños a realidad pobre pero no trágica. Retrata Rodrigo Rubio el ambiente de modo maestro. Conoce perfectamente la realidad de ese Madrid casi marginal y la reproduce con fidelidad. Presenta, pues, algo que está ahí y que el que no lo vive no lo conoce. Las personas son básica y perfectamente humanas en su degradación, en sus pequeños defectos diarios que ni siquiera alcanzan la categoría de vicios. Sólo la ilusión de los niños se salva de ese ambiente cerrado, opresivo, del que es muy difícil escapar por no decir imposible.

            Traslada Rodrigo Rubio su preocupación social del viejo Madrid de siempre al Maresme catalán para narrar de nuevo, en El amigo Dwnga, el drama de la emigración. Si en otras novelas más conocidas, Equipaje de amor para la tierra, narra la cara amarga de la emigración española a tierras europeas, en este caso a Alemania, esta tristísima novela pone de manifiesto las inhumanas condiciones en las que malviven los emigrantes senegaleses, en general de color, porque han de añadir a su condición de expatriados la de ser de una raza considerada inferior. La xenofobia, el concepto que se tiene del árabe en general, marroquí en particular, hacen de este relato un excelente ejercicio de lectura no tanto para comprender el drama sino para reflexionar sobre la discriminación racial no olvidándonos de que son personas con todo su potencial humano pero incapaces de oponerse a su situación por su misma condición de marginados y extranjeros. Si a esto se le añade el contraste entre la opulencia de unos y la miseria de otros, se observa que Rodrigo Rubio, a pesar de los años, mantiene en sus escritos la carga de denuncia social suficiente para afirmar que el hilo conductor de su escrito es el mismo, varían únicamente las circunstancias. Siempre salva a un personaje de buena fe, en este caso al niño que da un ejemplo que los mayores desoyen. Pero la ejemplariedad, en una obra de literatura infantil, ya se ha dado por el niño protagonista. Sin embargo, la solución nunca llega.



Conclusión
            Pretender desmontar el sistema "literatura infantil", además de una utopía, es una empresa imposible porque funciona y sólo es cuestión de tiempo el que, en vez de publicarse "todo", se publique sólo buena literatura que todos puedan leer, salvada la escabrosidad de algunos temas o asuntos. Pero si se publica como literatura infantil libros de autores con una obra ya reconocida y considerada por la crítica, debería hacerse en colecciones ad hoc o dársele la debida publicidad para que sea conocida por el público lector en general. Es un modo de no perder la pista a un autor que indudablemente tiene sus lectores y su prestigio que no pierde por publicar en colecciones de literatura infantil.

            A falta de profundizar más en el análisis de estas novelas para lectores infantiles y/o juveniles, observamos que Rodrigo Rubio no rompe su modo de escribir cuando se dirige a los jóvenes lectores, su temática viene a ser la siempre tratada: el trabajo, la emigración, la muerte, la soledad y la tristeza. Y cada vez que enfrenta en dicotomía la vida actual con la anterior, conocemos que se refiere a la postguerra y que, nostálgicamente, a veces prefiere aquella vida, idílica por cuanto en contacto con la naturaleza, de diferente valor ético por cuanto existía una concienciación social y un ansia de libertad, a esta desesperanzada y con problemas que definen la vida del hombre en esta sociedad del bienestar que, en más ocasiones de las deseadas, se convierte en el malestar perenne que es sobrevivir en un mundo sin muchas perspectivas, aunque, ¿cuántas existían entonces?. Literariamente son novelas bien trazadas, desarrolladas de modo correcto, con personajes bien definidos y situaciones que son las habituales en el escritor, reflejo de una vida real que en ocasiones es cuadro de costumbres, que mantienen vivo el realismo social de moda hace ya unas décadas. Frente a las cinco novelas con las que justificamos cuanto acabamos de decir, Tallo de sangre destaca por su lirismo y su simbolismo mágico. Son, pues, novelas indicadas para cualquier tipo de lector con independencia de la colección o marbete bajo el que se las clasifique y que no constituyen una obra menor de Rodrigo Rubio sino una continuidad de la misma, pues tienen el mismo interés temático, constructivo y esencial que aquellas otras que le dieron un lugar, que aún mantiene, en la literatura española actual.

 José Luis Molina

viernes, 27 de mayo de 2011

DESDE EL BALCÓN QUE DA A LA CALLE TRANQUILA


          Durante el atardecer de casi todos los días del otoño - invierno, tomo la cámara casi olvidada por el sol del verano, no apto para hacer fotos que no puedan parecer quemadas, y fotografío los atardeceres de Calabardina. La calle, que ha sido ejemplo de ruido durante el verano, aparece tranquila y no hay albañil que haga ruido con su martillo de plástico que golpea tácticamente la losa que quiere poner en el suelo de algún piso de los alrededores que requiere alguna operación de urgencia para el verano que ya tenemos encima. Para el verano se anuncia ruido, voces espinosas, gritos adolescentes y sorpresas dolorosas. Como todos los veranos. Así que la calle tranquila, será un galimatías porque las ineducadas señoras de enfrente gritan y gritan mientras golpean el cristal del parchis con los dados irreverentes. Pero, con la edad, he ganado en ganas de dormir: duermo ahora lo que no hice de joven. Así que me quedo dormido mientras los demás en sus cosas.


Espero que se hayan salvado -o salven- las pinturas del convento franciscano de la Virgen de las Huertas. Creo, tengo entendido, o lo he soñado, que se decoró el convento con los dineros conseguidos por la venta de la Historia votiva o donaria de la ciudad de Lorca, del Padre Morote, Fray Laurencio Morote Pérez Chuecos, lorquino, abad que fue del Convento de San Luis de Franciscanos de Velez Rubio, después de 1741. Qué más da la exactitud de la fecha, dato científico que parece del más grotesco interés, pero ahora estamos en la anécdota. Perece ser que la Caja de Ahorros del Mediterráneo va a dar un dinero importante para conservar este convento. Hay que hacer una buena reconstrucción y dejar como nuevo el patrimonio cultural para que 270 años después aún se mantenga en pié para asombro de los siglos venideros.


Una mañana fresquita de mayo cogí mi coche y bajé a Águilas para pasear por los sitios más acostumbrados, los tiempos pasados para recordar. Este es un paseo recién inaugurado que recorre desde el puerto hasta la playa de las Delicias. Al pueblo le han lavado la cara y se ha quedado como muy modoso. Hasta tiene un Auditorio para que escuchen los cantantes -¿de dónde son los cantantes?- más o menos flamencos que vayan al tal lugar que ha levantado polémica entre los perjudicados, o sea, los que jamás volverán a ver la playa desde sus balcones, mientras el sol calcina la calle tranquila y el Marcadona se infla a ganar dinero, el negocio es el negocio. Obviamente, mientras no regresen a sus casas los damnificados por el terremoto, el comercio en Lorca se hundirá y muchas comercios pequeños cerrarán.


Como, en general, se levantan poco los ojos hacia el cielo, pocos se fijan en los adornos que se encuentran bajos los aleros de los tejados. Este se encuentra en la esquina que forman las calles Corredera y Ginés Pérez de Hita. Representa a San Jorge que mata al dragón, símbolo de clara ascendencia catalano-aragonesa, no en vano Lorca estuvo, tras los repartimientos de tierra a los repobladores, habitada por aragoneses. Como no he subido por esa parte de la ciudad, no sé si aún persiste en la casa que hace esquina, casa que fue, creo, no afirmo, de la madre de José Musso Valiente. Digo creo porque después sale uno/a que sabe mucho o es un sabelotodo y te deja por embustero.


En esta fotografía se ve a los albañiles, o como se llamen ahora (¿encofradores?), en pleno trabajo para levantar un nuevo edificio en el acoger a nuevos chicos/as ASPRODES. Se inauguró en agosto del pasado año y es un edificio muy digno para acoger a los necesitados de esta Institución. Pero, aún hay más: el próximo 6 de junio, a las 8,30 de la tarde/noche, en el Salón de Actos de CAJAMURCIA, tendrá lugar la presentación de un libro que cuenta la historia de Asprodes, entidad lorquina que tiene ya más de 40 años de edad. La entrada es libre y sería conveniente que aquello estuviera repleto para acompañar a estos personajes que van a ser protagonistas por un tiempo relativamente corto.