Son muchos los libros de poesía que llegan a la casa de mi santa esposa al cabo del año. Mis principales proveedores son Eralucana, mi hija murciana y yo mismo. Con una diferencia. Eralucana me busca poetas que pueden ser o son como yo. Después sucede que unos me gustan y otros tampoco o sí. Pero me abren un gran horizonte sabiendo que puedo llegar más lejos, aunque nunca llegaré a nada como poeta, sobre todo, dada la edad que ya tengo. Porque como persona, estoy destacando en no soportar a los tontos cercanos ni los ruidos que crean. Me refiero a los que hacen o dicen tontunas sin necesidad, porque entonces me zurre la cabeza. Bastante tengo con soportar mis acúfenos. Mas pienso que será cosa de la edad dichosa y de los dichosos siglos aquellos. Entre una y otra cosa, hay una gran diferencia: yo sí me reconozco en mis escritos porque son míos y devuelven mi imagen. Cuando soy yo quien adquiero libros de poesía, busco muchas cosas a la vez: por qué este poeta ha llegado y el otro no; por qué este me parece un alguien sometido al sistema; por qué lo de las señoras me parece un paquete comercial; por qué lo de las feministas es otra historia alejada de la poesía de verdad, no del canon clásico; por qué alguna que otra editorial abre colecciones para los poetas pop, o sea, los que pestañean con una guitarra en el metro, se juntan ahora con más guitarras en las ferias de los libros de los pueblos, en las que hay tantos sombreros como guitarras y los libros valen poco (no me refiero a lo crematístico), sino a tipo letrista sabinesco, porque hasta ahí llegan como postmodernistas que son, incluidos los licenciados sin trabajo. Todo esto lo aprendí en Segovia, hace un par de años este verano. Lo que menos entiendo de estos poetas pop es su igualdad de atuendo y su música cencellada y de las poetas feministas que sólo hablen de su tampax y de su zaranda y además te dibujen su cosa en la pared tropecientas veces como si fuesen podemitas y cercanas a ese ayuntamiento del que aparentemente huían y sólo es el juego del que fue a Sevilla perdió su silla. Aunque me pregunto si a eso se le puede llamar feminismo o insoportable exhibicionismo tontuesco, y de ahí mi malhumor. Pero se venden tantos libros de estos que al final el que no ponga su cosa en forma de poema no va a ser poeta, ni zaranda, ni sevillano.
Tener una hija en Murcia es tenerla más cerca que si estuviese en Ponferrada. Pero, de cuando en cuando, me trae a su casa lorquina unos títulos de poesía de los que alguna vez me interesa alguno. Los libros son como las corbatas; no se debían regalar nunca. Las corbatas no me gustan multicolores y si me regalan una pues allí se queda. Y los libros me gustan de suaves pastas que no parezcan de editorial de todo a cien con mil dibujos en la portada, dibujos que han de incluir una tía buenorra porque así la cosa es más poética y vende más. Y los que no son así, es decir, propios de personas normales, se quedan en el limbo de las cosas sin fuste, o séase, los castigo a que permanezcan en ese lugar que no echa gusto a nada, como muchos de los sant@s actuales, incluidos los de la misma familia. ¡Qué hermoso es tener un poet@ en casa! Pues bien, esta última vez ha acertado con La doncella sin manos, que tiene una relación y no de semejanza con el cuento de los hermanos Grimm. (Continuará).
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