En la entrega de las distinciones, que algunos confunden con premios, del pasado día 23 de noviembre, a algunos lorquinos, por el ayuntamiento de Lorca, se leyó la siguiente semblanza de la monjas mercedarias. En el año del centenario de su colegio, me parece correcto darla a conocer a los lorquinos.
Altar de la capilla antes de su derribo |
Nadie, ningún lorquino de 1515, ni siquiera las mismas fundadoras del
convento de Madre de Dios de Consolación, podrían imaginar que, quinientos años
después, la obra entonces iniciada continuara con las características
especiales a que obliga el paso del tiempo para adaptarse a los signos que cada
época o siglo impone. Nadie podría imaginar que quinientos años después, las
sucesoras de aquellas monjas lorquinas iban a estar, en noche otoñal como la
que disfrutamos, recibiendo el galardón por el cual el Ayuntamiento pleno, la
ciudad entera, reconocen su labor significativa a lo largo de ese tiempo, un
tiempo que sólo alcanzan las obras imperecederas.
Ocupados en lo material, es complejo darse cuenta ahora mismo del
significado de la fundación y pervivencia de un convento ejemplar. En épocas
pasadas, en las que lo espiritual, la salvación del alma, era un negocio de
suma importancia pues daba sentido a la vida, a sus vidas concretas, que habían
escuchado la llamada divina, unas piadosas mujeres se apartaban de todo, no
sólo del mundo sino de su familia, renunciaban a cosas lícitas, hacían un
sacrificio de su vida, para conseguir, a lo largo del tiempo concedido de vida
terrena, una unión espiritual con Dios, de modo que el tránsito, la muerte,
sólo fuese una puerta de acceso a la otra vida, a la vida perdurable.
Se agrupan bajo el amparo de la orden de la Merced, dedicada desde su
fundación en 1218 a la redención de cautivos, una forma de proteger la dignidad
humana. En 1265, se funda la rama femenina, cuya actividad principal sería la
contemplación. Se dedicaban, y así lo hicieron y hacen aún, a su
perfeccionamiento espiritual y a la oración, cuyos beneficios espirituales
llegaban a todos, hombres y mujeres, ricos y pobres, buenos y malos, a través
del cuerpo místico de Cristo. Así que Lorca estaba protegida por sus monjas, a
las que los lorquinos cuidaban y asistían en sus necesidades materiales,
orgullosos de la fundación y de la misión encomendada. Estaban bajo la
intercesión de María Santísima de Consolación, es decir, del consuelo, de la
misericordia, pues dura era la vida entonces, como ahora, para ir solo el
hombre, sola la mujer, por la vida. Bajo su protección y amparo, bajo su manto,
como se representa a la virgen mercedaria, se acogen todos los necesitados de
consuelo, todos los lorquinos que habían dejado de pisar tierra de frontera y
debían trabajar para enriquecer un suelo grato, un lugar que es alabado por los
que lo conocen o visitan por la excelencia de sus frutos, por la bondad de sus
tierras ubérrimas, por la calidad de sus habitantes, por su cercanía a Dios
manifestada en tantos conventos, once, e iglesias, nueve, que había en esta
ciudad calificada entonces como levítica.
Hacen su fundación las mercedarias en el mismo lugar que ahora ocupan,
en las casas, corral y pequeño huerto que les donó el arcipreste Montesino del
Puerto para que se recogieran en esas viviendas de su posesión y, dirigidas por
su hermana y a su muerte por María de Tapia, se dedicasen a la oración, a la
meditación, a la entrega a Dios, al abandono de sí mismas, al alejamiento del
mundo como lugar que podría entorpecer esa determinación que las iba a llevar a
la salvación de su alma. Porque, en aquel tiempo, la presencia de la muerte era
una constante en la vida del hombre, de la mujer. La religiosidad de entonces
se manifestaba entendiendo que la vida es un simple paso hacia la muerte y tras
ella estaba la eternidad, el cielo o el infierno. De este se apartaban, el
cielo lo ansiaban como su última morada, como goce eterno del Dios al que le
habían dedicado su vida terrena, al que habían pretendido conocer durante el
tiempo de su clausura en el convento mercedario de Madre de Dios de
Consolación.
Pero ese apartamiento no impide que estén al tanto de lo que sucede en
la ciudad. Viven más de doscientos años escuchando diariamente el ruido, el
murmullo, el duro golpe sobre la piedra de los canteros y obreros que están
erigiendo San Patricio, la iglesia que tendría que haber albergado un obispo.
Sufren las vicisitudes políticas, el terremoto que les destruye el convento y
han de edificar otro a lo largo de los siglos XVII y XVIII; el paso del
ejército francés que les esquilma el convento; la epidemia de fiebre amarilla
que diezma a sus componentes y obliga a la diáspora; la problemática que afecta
a la vida a la largo de la última contienda nacional.
Gozan, como cualquier humano, la abundancia y sufren la escasez,
producto todo de un cambio de mentalidad que se produce en la sociedad. Pero
todo lo soportan, todo lo sobrellevan con dignidad, porque la gracia de Dios
las ayuda a superar las vicisitudes de la vida, de una vida que las impele a
adaptarse a los tiempos, a no ser una rémora ni una preocupación para el pueblo
que las había ayudado y aún lo hace.
Por ello, en un momento determinado, hace ahora cien años, aquella
antigua redención de cautivos materiales a la que ellas ayudaban con sus
oraciones necesita actualizarse y a ello proceden. La ignorancia es una forma
de ceguera, de no disfrutar de los bienes intelectuales a los que todos tenemos
derecho, para los que todos tenemos capacidad. Y levantan un colegio,
aprovechando la experiencia de las monjas de Berriz que vienen a Lorca y se
hacen lorquinas pues en Lorca fallecen casi todas, al que han asistido muchos
lorquinos de los que ahora están presentes. Su labor es impagable y ya ha sido
reconocida por el Gobierno Regional. Pero su cercanía, el recuerdo de la madre
Inmaculada, de la madre Amada, de la Madre Sagrado Corazón, de la madre
Ángeles, de la madre Consuelo o de la madre Mariana, entre otras, está aún
presente en la memoria de muchos lorquinos. Y su capilla. Y la conservación de
alguna tradición de ámbito local, como los rollos de San Blas, la de la Virgen
Niña en el interior del colegio.
La adaptación a las exigencias de los tiempos nuevos, y una manera de
dar respuesta a las realidades sociales de cada época, casi exigió hacer un
convento y colegio nuevos para que las monjas pudieran vivir con la dignidad
que exige el ser humano con independencia de la vida que cada uno elija y
cumplieran sobradamente los objetivos que como docentes se habían planteado. La
Comunidad Mercedaria actual, sin dar nombre alguno para sólo destacar una labor
común y un trabajo que ocupa a todas, ha sido capaz de modernizar estructuras y
edificio y conseguir un centro educativo de calidad reconocida.
Todo ello ha llevado a esta ciudad a reconocer su trabajo, a entender
su adaptación a los nuevos tiempos, a saber que la custodia de los valores
tradicionales y cristianos en este caso es una garantía de prosperidad y
exigencia para hacer de sus actuales alumnos adultos preparados para la vida,
para ser gestores de progreso para Lorca y para el lugar en el que desarrollen
su vida profesional.
La ciudad de Lorca felicita a las mercedarias para estos primeros quinientos
años de estancia entre nosotros, les desea que cumplan muchos más y reconoce su
labor ingente con la entrega de este galardón concedido. Es algo material
porque los galardones terrenales no tienen otra manifestación intelectual que
el símbolo que los representa. El Ayuntamiento Pleno se siente orgulloso de que
esta medalla ocupe un lugar principal en el edificio que ustedes, madres
mercedarias, regentan en esta ciudad que las reconoce como algo suyo de modo
personal.
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