El niño estaba sentado encima de la jarapa roja que era su capricho. De muslos hacia abajo se cubría con una manta tan suave como la piel de un gato de Angora. Sobre ellos, tenía un gran atlas de carreteras y, a su alrededor, sujetando las esquinas del espacio rojo para que no se hiciese un lío o emprendiese viaje como la alfombra mágica, se apilaban las más modernas enciclopedias, numerosos libros de arte y las últimas guías turísticas editadas.
El niño que tenía tantos libros a su lado, colocados en montones medianos, miraba con atención distraída el mapa elegido. Se estaba ya a mediados del mes de septiembre y apenas quedaba ya verano alguno. Sin embargo, mañana estaba tan tranquila, tan dulce, era tal el sosiego y el silencio, que llegaba, nítido, a sus oídos, el leve ruidillo del mar en calma. Anoche sí que estaba inquieto, casi furioso, recordaba el niño, y sus olas chocaban duramente contra las rocas. Si pudiera bajar a la playa, se decía, la vería toda llena de algas aún húmedas dejadas por el mar que aprovecha para ello las noches de escasa luna. Aunque, quizá, ya haya venido la máquina de limpiar la arena y el camión las haya retirado, se lo preguntaré a Itarde.
El mar ya había cambiado de azul dos o tres veces, ahora tiraba a verdoso, a medida que el sol subía más alto y el cielo perdía las escasas nubes brumosas de la mañana. Ni una sola barca se divisaba desde el balcón por el espacio que abarcaba su mirada. Antes, cuando la cala no estaba de moda y no había nada construido por delante de su casa, se podía contemplar toda la playa. Ahora dominaban los tejados sobre los que volaban palomas y sólo podía admirar la zona ancha de agua que llegaba hasta el monte de enfrente del que colgaba un pueblecito como de juguete que por las noches oscuras aparecía parpadeante desde su lejanía.
El niño hacía viajes sobre el mapa. Salía desde aquí, desde la orilla del mar de su costumbre, y emprendía una ruta, cada día diferente. Al principio, por inexperiencia, le daba miedo ir mucho más allá y sólo hacía trayectos a recorrer en una jornada. Así conoció todos los alrededores. Llegaba a Mojácar y se perdía por las calles estrechas y frescas, viendo escaparates e indalos, hasta que salía a la fuente, en cuyo centro, y rodeada de agua, había una estatua de mujer de rostro oculto por el manto que sostenía en la cabeza un haz de leña bien cargado. Miraba fijamente sus ojos de piedra, callados y duros, y no le decían nada. Esperaba un posible relámpago amistoso que no llegaba jamás. Entonces, la dejaba a la sombra del azufaifo, del tilo, del ibicus benjamín y de la morera que adornaban la plazoleta, y bajaba volando a la explanada. Desde el mirador, contemplaba la pobre extensa llanura que llegaba hasta los pueblos de la sierra, lejanos, claro, que imaginaba llenos de romaníes con sus rucios, de labriegos de sus yuntas polvorientas, de niños que elevaban remolinos al viento desde las puertas de sus casas blanquecinas. Luego, la realidad era distinta: únicamente vivían, de modo miserable, cuatro lugareños aviejados, algún mediocre pintor extranjero en busca de tipismo, y la blancura era un enjalbegado de cal que brillaba fantástica al firme sol del sureste. Volvía de nuevo al mapa y pronto, casi en un tris, en el escaso tiempo en que se dice ha pasado un ángel, llegaba a Níjar y se veía, curioso, correteando por las calles empinadas, descorriendo un punto las cortinas de las casas para embobarse mientras las mujeres tejían colchas alegres en telares antiguos, contemplando, asombrado, cómo los artesanos del barro, en el fresquedal de su alfar, pintaban los cacharros, cuatro colores vidriados sobre los bastos tazones y platos. De allí se trajo la jarapa roja que tanto le encandiló y fue lo primero que se puso sobre las piernas para protegerse del peligro negro que lo acechaba y aún no había llegado como mal aire, y el cojín oculto por la manta sobre el que buscaba distracción y comodidad cuando se encontraba harto de la silla.
Después, cuando fue suyo todo el tiempo del mundo, y no le daba repelús saber que iba a estar dos o tres días fuera, extendió su campo de acción sobre el mapa y se atrevía a llegar, por ejemplo, hasta Cuenca, para ver los fantasmas de las piedras, descansar bajo el Tormo Alto y comprar un fósil acaracolado. En una ocasión de éstas del principio, llegó más lejos. Primero, Burgo de Osma, donde conoció una niña que nunca había estado en la escuela y que, sin embargo, era feliz. Después, Nájera y Santo Domingo de la Calzada. Eran pueblos cercanos y bonitos. Nájera tenía un río truchero, ancho, de poca agua, que correteaba entre piedras, y un césped a la orilla en el que se tumbó mirando un cielo que no le pareció el mismo que disfrutaba en la playa del sur.
Poco a poco conoció todo el país, Úbeda, y de cada lugar, Peñíscola, traía un recuerdo que ponía en su estantería, delante de los libros que también aumentaban en número.
Hasta que decidió salir al extranjero, era toda una aventura. Ponía el dedo sobre el mapa, en el lugar de la salida, marcaba con lápiz fluorescente la carretera que iba a recorrer y subrayaba el pueblo, el lugar en el que pensaba detenerse. Cogía entonces la enciclopedia, buscaba el nombre del lugar y leía con atención cuanto el libro decía y se lo aprendía de memoria las más de las veces. Se entretenía mucho tiempo contemplando su paisaje, vagaba por sus calles, visitaba sus museos y monumentos. En la historia del arte localizaba los cuadros de pintores famosos y gozaba mirando las figuras varadas, tantos años de la misma postura, sin salir jamás más allá del museo, de la iglesia, del palacio, donde estaba colgada la pintura. Así aprendió a conocerlo todo, a recorrer el mundo, y nunca se le acababan los viajes porque siempre quedaba un pequeño rincón en el que perderse y descansar una temporada siendo feliz con la novedad de un paisaje, con la charla del niño con el que se encontraba y había llegado allí, como él, de viaje con su padre que era un turista empedernido.
Estaba ya el sol casi en la mitad del cielo y sus rayos entraban por el balcón y descansaban en la jarapa roja como juguete olvidado. Los libros aparecían desordenados, habían caído hasta aquí y llegar a los últimos le suponía un esfuerzo. Desde la torre de la iglesia llegaron, cansinas, unas campanadas. Levantó la cabeza y, sobre los hierros del balcón, encontró dos pájaros posados. Oscuros, huecos, venían los ladridos de un lerdo perro. Un barco de vela atravesaba el horizonte. Nunca había viajado por el mar y tampoco sabía cómo hacerlo, (cuántas cosas le quedaban por hacer en la vida!
Pasó un tiempo remiso y después otro. Le hubiera gustado llegar hasta la estantería y quitar el polvo posado en sus recuerdos. Un leve movimiento le hizo vacilar y caer de lado sobre un montón de libros. Entonces, chilló. Fue un grito noble pero angustiado, triste, casi apagado. Al instante entró la mujer que tenía calor en su regazo y lo socorrió. Primero lo recogió del suelo, después lo tomó en sus brazos y lo colocó amorosamente sobre su silla de ruedas.
Diestramente, el niño la condujo hasta la estantería. Pensó, airado, dar patadas a los libros, a los recuerdos y tirarlo todo contra el suelo, pero... (cómo! Apretó los dientes y se llegó hasta el balcón. Allí quedó mirando su mar de cada día, su mundo eterno, hasta que su afán viajero, hasta que sus ojos recobraron el azul pacífico y esperó casi sonriente a que pasase su barco para entrar en él y darse una vuelta por la cala, alguna vez tenía que ser la primera.
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