Mis primeros juguetes los recibí
en la postguerra, quizá por el año 1947, si mi memoria no me falla. Antes debí tener los que correspondían a mi edad: cosas para el colegio y para la vida diaria. Los Reyes
Magos le traían al Niño Dios oro, incienso y mirra. Tenía un significado
simbólico de carácter religioso. Era la Iglesia Católica la que marcaba el
rumbo festivo, en realidad, el ritmo de todo, en nuestros pueblos pobres de entonces. Aquellos juguetes, como eran tan humildes, se rompían con nada y
algún niño sádico jugaba con la rueda rota más que cuando el cochecillo estaba
entero. Había juguetes de hojalata y juguetes de madera. Los mejores juguetes
eran aquellos que la ilusión magnificaba y parecían algo importante. Como la
cosa no daba más de sí y no había más regalos hasta el día del santo, estábamos
tan ilusionados con recibirlos la víspera de Reyes. Hoy como los juguetes están
a la orden del día en cualquier comercio para que los Reyes Magos los cojan,
los niños, durante la Navidad, se sientan o se tumban en los sofás o sillones y
se pasan las horas muertas con los móviles y otros juegos que de ellos salen
misteriosamente. Es algo tan bonito que me doy la vuelta y me meto en mi
cuchitril y me pongo a escribir tontunas como esta o cosas más serias, como la
poesía de Tina Escaja. Esta mañana, me han llevado a Calabardina. Una niña de
las que iban en el coche ha pasado el tiempo del trayecto desde la playa a
Lorca hablando por el teléfono móvil. Como, cuando yo era niño, no había de
eso, no lo echaba en falta. La verdad es que tampoco necesitábamos juguetes.
Nos bastaba con la imaginación. No sé aún cuál es lo mejor.
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