Cristo Yacente. Fotografía: (c) Paso Azul |
De negro y azul llegan los hombres que portan trozos de vela con que alumbrar, con luz tomada del cirio pascual, sus propios pasos que se dirigen a la hondura de la solitud, de la silenciosa solemnidad que a muchos sobrepasa, de la magia del momento que se retuerce como el pabilo que arde mientras el incienso asciende, vaporoso, frágil, alado casi, hasta la altura de la intimidad que se hace oración, nada más perfecto que el soliloquio contemplativo nacido de la interioridad severa, no del palabreo insulso de tan repetido. Cuando, al final de la subida, sea encuentro, ya se habrá trascendido.
De negro y azul se adornan los hombres que se distribuyen por los ámbitos que se incendian cuando se acercan al lugar del sagrario, ocupan el altar mayor y crecen en silencio, en profundidad, en intimismo, hasta ser dos filas solemnes que llegan hasta la cancela. Entonces, los elegidos buscan también el amor de Dios, que si no, ¿para qué estar en el templo azul, mirando el infinito de la cera brillante, entrándose por la mirada un hálito de sobriedad, un minuto de anhelo, indagando el horizonte de su alma?,.
Y, cuando se hace la música más luz que palabra, cuando el sonido asciende más transparente que el humo del incienso, si el hombre de negro y azul adornado puede, le habla a su corazón y grita más que entona Salve Regina, Madre Azul de todas las misericordias, Madre Azul de todas las dulzuras, Madre Azul de todas nuestras esperanzas. He aquí que tuviste un Hijo que padeció y murió por nosotros, por mí, que me he vestido casi de gala para hacerte compañía, para que nunca quedes sola. Si eres Madre del dolor es porque, muerto, tu Hijo te dejó en esta vida hasta que se cumpliera la profecía. Y es que viviste la penitencia de tu propia negación, de la exanición, del aniquilamiento propio, en lenguaje espiritual. Y así quisiera yo sentirme mientras clamo a ti, desterrado hijo de la tierra, gimiendo y llorando, porque no he laborado lentamente la perfección de mi espíritu. Así que vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, mírame de nuevo…. escúchame… no he podido acabar de comprender la belleza atractiva y espléndida que se encuentra en la interioridad de la entrega.
Y si trasciende lo humano el momento de entonación del salmo que pide que te compadezcas de nosotros, los serenos pasos de los cofrades, purificados con el cántico en tu honor, se dirigen al lugar en el que nadie contempla más que su propio sentimiento a la espera de rogar por los azules difuntos, por nuestros compañeros de la Hermandad Azul fallecidos a lo largo de los tiempos. Es un tiempo breve el concedido para entrarse dentro de la interior bodega y beber con ansia de la luz de cera que arde y alumbra la mudez, la soledad, lo noble, el rincón fecundo que cada uno de nosotros habitamos cuando queremos o necesitamos vivir un momento lleno, cuando nos examinamos sobre el amor con que he vivido mi jornada, cuando intento conservar lo que voy perdiendo por esa rendija que en mi alma se ha ido abriendo mientras he estado viviendo con la obsesión de hacer simplemente ejercicios de bondad cuando había tanta muerte cercana, a mi alrededor, bajo los sepulcros llenos de tanta ambición que apenas llegó a nacer, que no llenó las alforjas de piedad, ni tampoco de satisfacción.
De negro y azul llegan los hombres, rezan los cofrades apiñados en el largo sepulcro del pasillo sacro que es colmado de sombras que lucen a la luz de los cirios que parpadean hondos y profundos, bajo la atenta mirada del Crucificado. ¡Oh Madre Azul de los Dolores! Quisiera que estos pensamientos que me nacen mientras el Responso se eleva -Miserere mei Deus secundum magnam misericordiam tuam- fueran oración claustral, secreto escondido donde aletee el pudor de la intimidad que a veces ni se quiere mostrar a uno mismo. Pero es esta oración algo tan sencillo y tan verdadero que debería durar un tiempo más para identificarse con su significado. Es la hora de magnificar el sentimiento que embarga, que me embarga, como hombre y cofrade que me he vestido de negro y azul para expresar mi interioridad, lo más profundo de mi alma, en esa oración vital que concluye siempre por un amén rezado con la fortaleza del azul que soy mientras el Requiescat in pace se hace voluta de incienso y trasciende el momento en el que se vuelve realidad el encuentro, porque nuestra alma, mi alma, no vive para mí, sino ahora para ellos, los cofrades azules que fueron y que son los que me han convocado a este acto trascendente y divino en el que he conseguido el olvido propio. Pido en este instante por los que dejas, Señor, como a mí, en este mundo a la espera del encuentro, hasta que escuche de modo sigiloso, a la hora elegida, el Ecce venio que me llevará junto a los míos. Hacía tiempo que yo ya me iba algunos ratos a mi soledad. Y ponía toda mi atención porque pensaba que en algún momento ibas a ser tú, Señor, quien me hablase.
De negro y azul, los cofrades salen inventado toses furtivas para evitar así que se les note la emoción de la trayectoria de su vida interior durante el tiempo que ha durado la ceremonia, labrada nuestra clausura personal casi sin darnos cuenta. Suerte para el alma que pueda decir yo toda me entregué y di, porque, aunque esta noche oscurece el espíritu, es para ilustrarle y darle luz. La luz que eternamente ha de alumbrar a los cofrades que fueron y los que hemos de llegar cuando el ángel del licor oscuro nos lleve a nuestro rincón. Y en él seré por primera vez eternamente sosiego. Junto a mi madre y a la Virgen de los Dolores.
José Luis Molina Martínez
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