miércoles, 27 de marzo de 2013

ASCANIO ERA ALGO ANTIGUO

Antepasado lejano de Ascanio de Elia a principios del siglo XX


Conocí a Ascanio de un modo casual. Cuando entré en la tienda Todo un precio, encontré una especie de bloc con tapas duras de un color azul oscuro encima de la leja de la estantería en la que se apilaban los sobres. En él ponía su nombre, Ascanio de Elia. Casi todo el cuaderno estaba escrito. Así que me puse a leerlo. Conferencia a las ocho en el Foro Cultural, se titulaba. 
Cuando lo concluí, ya había pasado un buen rato. Lo dejé en el mismo lugar en el que estaba, porque intuía la vuelta de quien lo había olvidado. Así que estuve dando vueltas por el comercio, simulando ver cosas que no me interesaban, porque intuía que quien lo había perdido volvería sobre sus pasos reconstruyendo las cosas que aquella tarde había hecho hasta dar con él. 
Apenas vi entrar en la tienda un hombre que miraba hacia el lugar donde estaban los sobres, pensé que era el autor de aquel cuento personal y cínico que, sin embargo, tenía su gracia. Se dirigió directamente hacía donde había estado y lo recogió con un suspiro de alivio. 
Era un tipo casi alto, enjuto, al menos más alto que yo, que era rechoncho, de una edad mediana, que usaba gafas, lo que no impedía ver unos ojos vivos, a veces duros, según se expresaba. Llevaba la barba descuidada, como quien no acostumbra a afeitarse todos los días. Lo que más destacaba era su seriedad. No sonrió ni una sola vez, a pesar del cierto humor que desprendía su escrito y que había hecho figurarme un hombre risueño. Vestía de un modo cómodo, pantalón azul y una camisa de manga corta de color gris. El conjunto de su figura presentaba un aspecto agradable. 
Se dirigió a mí como para darme una explicación que yo entendí un movimiento instintivo de defensa, quizá por su turbación, quizá por su timidez. 
- Estuve buscando unos sobre grandes para enviar unos libros a unos amigos -todavía los llevaba en una bolsa blanca- y, al llegar a casa, me di cuenta de que me faltaban. Así que hice lo normal. Volví a los sitios en los que había estado, pero al revés, el primero iba a ser el último. Si lo encontraba antes, me ahorraba un tiempo. 
- Pues yo la verdad es que lo he visto y, además, me ha llamado la atención, sobre todo el título, pero he pensado en que su perdedor haría exactamente lo que usted ha hecho. Yo también procedo así cuando pierdo algo. 
- El escrito no merece la pena, pero me he estado entreteniendo en él, desde hace unos días, a raíz de una conferencia a la que uno debe asistir por complacer a quien te lo pide. Así es que, con elementos reales, otros copiados y los más inventados, he concluido esta tarde este escrito que, la verdad, no me hubiera gustado que cayese en manos de nadie. 
- Pues ha tenido usted suerte. Lo ha recuperado. 
- Me alegro de ello. 
Me di cuenta de que aquí se acababa la conversación y como había despertado el caballero olvidadizo cierta curiosidad en mí y hacía tiempo que había hecho mi compra, le dije, no sin cierto atrevimiento. 
- Si lo desea, podemos celebrar el hallazgo. Le invito a un café. 
Lo vi dudar, me di cuenta de su embarazo, pero, al final, aceptó. Así que salimos juntos. Había caído ya una tarde de septiembre más bien calurosa aún. Tenía en cielo en su agonía un color rojizo adornado de nubes negras, densas y como muy azuladas en los bordes de las nubes que aún no se habían ennegrecido. Una tímida luna creciente asomaba sobre las copas de los árboles. 
Comenzamos a andar Torrenteras abajo, hacia el pequeño kiosco que estaba hacia el final, antes de cruzar el río. 
- ¿También usted tiene costumbre de venir aquí? –me preguntó. 
- No, a mí me da lo mismo un lugar que otro. Ha sido algo instintivo. 
- En este lugar, que yo frecuenté mucho en otro tiempo, suele hacer algo de fresco, cuando no lo hay en otro lugar. Es excesivamente calurosa esta tarde. A pesar de que yo lo aguanto bien. 
Alternaba largos tiempos de silencio con otros llenos de verborrea inútil, pues nada se sacaba en claro, a no ser constatar la incomodidad en la que se hallaba conmigo. Pero, aun así, saqué en conclusión que estaba recién jubilado -no parece usted tan viejo- y que quería dedicarse a vivir. Eso sí, debía ser un tipo, o muy popular o muy querido, porque mucha gente lo saludaba. 
Tras tomar dos o tres chatos, decidió que era hora de irse y que en otra ocasión nos veríamos, que él frecuentaba mucho el Mesón, que preguntara por él allí si es que necesitaba algo suyo. 
Quedé acodado en aquella barra, mientras lo veía alejarse por las Torrenteras débilmente iluminadas. 
Cuando Ascanio decidió volver a la ciudad en la que había vivido tanto tiempo y abandonar la ideada, en la que había permanecido los últimos veinticinco años, encaminó sus pasos llenos de contento hacia su casa de siempre. 
Tenía una confianza ilimitada en que todo iba a ser distinto, en que podría vivir la vida sin obligaciones laborales y dedicarse a cuanto le quedaba por hacer. Una vez más sufrió la desilusión pertinente, quizá por confiar en los seres humanos. 
Pero aquella mañana, joven aún y dispuesto de nuevo a comerse el mundo, sintió un destello de euforia. Al salir de la oficina, se detuvo secamente, miró a su alrededor y halló como un silencio nuevo, se dio cuenta de que hasta los pájaros habían dejado de piar, de que la creación se había detenido, de que el tiempo se había posado en las ramas de los árboles, de que el azufaifo tenía más flores que de costumbre, de que el aire era más diáfano, de que no se escuchaba ladrido de perro, de que el azul del cielo era un nuevo azul más celeste y que lo blanco de las nubes era sencillo y su blancura excedía a la de otros días. Se sintió todo lo feliz que una persona como él se podía sentir. Las tórtolas sobrevolaban la alameda. El pavo real del huerto de Críspulo Cáceres se escuchaba a lo lejos. Sonrió al pensar en lo bonito de la cola de un pavo real que se redondeaba para que la hembra viese sus colores y decidiese una cópula llena de añiles, dorados, naranjas, morados, en una armonía natural. 
Sin embargo, rompió Ascanio el encanto del momento y comenzó a andar con paso raudo para salir pronto de aquel lugar en el que lo único que aprendió fue a ampliar su conocimiento sobre la naturaleza humana. 
No acudió ninguno de los convocados al Bar Barato y así se ahorró dinero y se dio de nuevo cuenta de que lo mejor es estar solo, que cada uno está en lo suyo y que nadie iba a dejar su obligación para celebrar su último día de trabajo. Sin embargo, pensó que el olvido era la única causa razonable de que no estuviese nadie con él. 
Estaba vacía la ciudad en esos momentos. No encontró a nadie a su paso. No hacía el calor sofocante de finales de junio. Una pequeña ráfaga de un vientecillo suave hacía el paseo más agradable. Escuchó el sonido de las campanas de la ermita del Gualchos y entonces no pudo saber que, pasado un tiempo más bien corto, él contribuiría a recobrar su sonido primitivo. Había crecido cerca del sonido de las campanas de San Patricio y sus juegos estaban presididos por ellas, pues su madre sólo le permitía estar en la Plaza hasta las siete y él se guiaba por las campanadas del reloj de la torre. Conocía el toque de agonía, hoy casi perdido, pues la gente ya no fallece en sus domicilios, sino en el hospital, lo que le impide vivir la muerte, conocer su llegada, si viene con paramento en su caballo blanco o si sólo resulta de la falta de medicinas como ocurrió con su padre. Por eso pensaba que a cada uno le llega su hora cuando le estaba determinada, prevista, has de abandonar este mundo que has vivido de prestado en este preciso momento. De ahí el poco cuidado que había tenido con él mismo.

José Luis Molina
Calabardina, 27 marzo 2013

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