Santa Teresa de Jesús. Ávila. (c) Fotografía: José Luis Molina |
Las palabras de Isaías sonaban, claras y tonantes. Un débil rayo de sol que caía, ya azulado, ya rosa, desde la cúpula de pechinas sostenidas por los cuatro evangelistas hasta el centro del presbiterio, daba un aspecto casi inquietante a la figura del preste. No tenía ningún síntoma de emoción. Lentamente recitaba las palabras como impregnado de su significado, como si él mismo fuese la Palabra. Severos gestos dignos acompañaban las textuales voces. La escasa gente que asistía a esta misa matinal le escuchaba con atención. O con comodidad. La mirada, encandilada por el sol naciente y la luz del altar mayor, pasaba del sacerdote al barroco altar, como en juego de desenfoque, según la salmodia adormilaba el cerebro.
No había advertencia para ninguna situación concreta. Apenas referencia alguna que reconocer. Correspondía al tal domingo la lectura concluida y, como por oficio, había sido comunicada a los asistentes. Si existía algo de ansia interior en la mente del oficiante, no ninguna manera la dejaba traslucir. Era fresca la mañana. En aquel recinto tan enorme, de columnas como bloques, retumbaba extrañamente la voz. Se presentía un escalofrío y la gente se acurrucaba, cada cual en su asiento. De vez en vez, se oscurecía el ambiente, la luz parpadeaba, un niño adormilado gemequeaba, alguna vieja suspiraba, un portazo sonaba lejano, procedente de la sacristía.
Acabó su breve plática y continuó oficiando su misterio. Cuando iba a lavar sus manos entre los inocentes, he aquí que unos individuos, ocultos quizá por el magno velo del templo, se las apresaron con una cuerda y tiraron de él para sacarlo a la calle.
El de alba túnica y estola siguió mansamente a sus opresores, mirando levemente la ofrenda de lo que ya no se iba a sacrificar. Alzó un suave cómodo vuelo la mariposa de luz, quizá por el hálito venido de Dios sabe dónde, que casi apaga el velón pascual anunciador de la nueva. Agudos acordes de fuga dramatizaron la salida. Apenas de puede ver emoción en los sayones. Ciertamente inexpresivos, cumplían su rito de castigo, su plan ordenado, profesional y educadamente, con toda compostura, sin desmanes y hasta, es posible, con cierto cuidado. De cuando en cuando, alguna mirada al preste, pero nada de empellones, ni una bofetada, ni una blasfemia. Quizá el sacerdote hubiese preferido algo de emoción, de humanidad, en sus rostros. Admitía el odio y, si le apretaban, casi la crueldad. Pero no ese impasible plan y ejecución. Sin embargo, no se daba cuenta de que a él tampoco le afectaba mucho la situación. Ni le emocionaba. Nada le era agobiante. Había sido casi delicadamente sacado de la celebración. Nadie le empujaba, ni escupía. No había multitudes vociferantes, los pocos transeúntes del domingo apenas reparaban en él, cada cual a lo suyo. No iba ni como oveja, ni como nada. No sabía qué, aunque de todos modos algo intuía por el camino tomado. ¿Por qué recordaba ahora la liturgia del Oficio de Tinieblas? ¿Por qué aquel candelabro de siete brazos, siete veces apagado, aquel ruido de carraca, el grave tono gregoriano, percutía en su cerebro preparándole para la zarza? Pero ni Moisés, ni siquiera Isaías, cuya lectura había comentado, ni los personajes, le decían nada, acabada la conformidad de vida en un desaliento por la incapacidad de la influencia.
Todo seguía igual en el templo. Resonaban en él las palabras de justicia, la convocatoria del amor, la imprecación, los ayes, la promesa de mejor vida, de salvación, de espíritu divino. Continuaban las viejas en sus bancos, murmuradoras de oraciones devotas, recitadoras de ensalmos aprendidos de memoria y susurrados mil veces, arrebujadas, ansiando liberarse del frío, esperando la culminación del rito.
La hubiera gustado entristecerse al sacerdote, les hubiera gustado la necesidad urgente de compañía, pero sólo sentía una sequedad agreste en la boca, cierto sentido de miedo incrustado en el estómago. Resonaban lentos sus pasos por la calle adoquinada. La misma calle que había recibido las pisadas de multitud de hombres y mujeres, con sus sentires, ambiciones, problemas, angustias. Calle de agonía por la que, durante años, habían desfilado filas penitenciales, moradas túnicas lívidas, con paso cansino por el peso del símbolo, por la carga del madero en los hombros. Calles por las que después seguirían pasando los dolorosos desfiles, memoria de otros golpes, otras caídas, consecuencia de otra vocación.
Vocación de clámide pera este otro desfile del preste de alba túnica, de orate tal vez. No hubo nada, ni vino mirrado, ni madero, ni escupitajos, ni voces. Canción de indiferencia sus pasos, los sayones, educados, con delicadeza, empujaban brevemente su oblación. La calle era un ofertorio de sangre a punto de derramarse. La cuesta ponía leve cansancio. Se sintió algo conmovido por las miradas extrañas de unos críos, calentadores de sus barriquitas desnudas al tibio sol mañanero.
El coro eclesial entonaba el Parce nobis, Domine, y volutas de incienso configuraban preces por el mismo tiempo, por cierto pecado, por la hecatombe de apunto de consumarse. Cierta parda nube de frío y malestar erizaba el ambiente, mientras el final de la cuesta estaba al alcance de los pies y el nuevo Gólgota erizado de molestias se levantaba, pétreo y difícil, lenta ascensión dolorosa.
No derramar nada. Sólo los jirones del alba y leves heridas de la ascensión por la piedra. No le arrastraban. Sólo sufría molestias por las manos atadas, no se cumplía mínima palabra o profecía, no acudía ningún espíritu de lo alto, no cambiaba nadie la roca en vergel. Ni amargura. Plena aceptación, verdadera víctima propiciatoria. Inmensa concentración ante el momento, pues, acabada la subida del roquedo Calvario, ante ciertas miradas a la cruz forjada que lo culminaba, unísonamente, los sayones, inexpresivos, posiblemente enmascarados, en verdad adiestrados, con un leve empujón despeñan al pontífice de albo rostro ya sanguinolento. Apenas un ruido sordo, un leve movimiento corporal, una indiferente mirada a los verdugos, ¿qué han ajusticiado?, y un perro que olisquea la sangre inútilmente vertida.
Misterioso acorde el gregoriano tono. Cayó del altar el cáliz, derramado su vino aún no transmutado. Al menos, eso pareció. Entonces, llegado el momento, un individuo, llamado de entre los del pueblo, no elegido por la jerarquía, salió pausadamente y, venido al altar, cogió el sarcófago y distribuyó entre los fieles el Cuerpo.
Lento lívido movimiento de agonía sin comprender por qué, si al menos hubiesen aullidos, si al menos alguien apartase los perros, si alguien cerrase sus ojos sorprendentemente abiertos, atónitos, llenos de pasmo, presididos por alguna menor inexpresividad que antes.
La mañana se hace lluvia que, limpiadora de rostros y cuerpos, se vuelve rojiza a la mezcla. Desoladora verdad, lenta agonía. Morir sin saber por qué, difícil precisión y sentido.
Lentas filas de velones portados por las oidoras de la misa, presididos por el custodio de la paloma y ostensorio, ofrecen perfumado incienso en el improvisado velatorio libremente aceptado.
Sólo se escucha el viento que apaga los velones, el ronco ladrido del perro lamedor, el agorero vuelo del cuervo, el roce de los pies sobre el charco que refleja la lluvia inesperada y la fúnebre luz.
Mas no existe emoción alguna, sino una sumisión elocuente de una ingrávida apatía colectiva, réquiem para qué. Así que frígido también el sepelio, incluso el procesional desfile, de aquel cuya muerte no tiene sentido ni para la expiación, ni para cumplimentar profecía alguna, culpa de vaya usted a saber.
Y bajo la lluvia pontifical, las palabras duras contra el suelo en el que, abierto el sepulcro, es enterrado en tierra nueva, no hollada. Y la gente, sin apenas mirarlo, aliviados de algo, se retira a sus casas, apagadas las velas, pensando alguna cosa en la que iba incluido el profeta Isaías: cuando de ti quites el gesto altanero, día de fiesta, sábado delicioso.
In memoriam de Jacinto Herrero Esteban |
José Luis Molina
Calabardina, 28 marzo 2013
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