viernes, 22 de marzo de 2013

TODAVÍA NO SÉ COCINAR

(c) Fotografía de J. L. M.


            Así que me fui a la cocina, busqué un cazuela de barro que había comprado para hacer arroz, le puse agua hasta su mitad, le añadí un par de hojas de laurel, una bola seca, un trozo de tomate, una tira de pimiento, perejil, una espolvoreo de albahaca, estragón, tomillo, hierba buena, un chorro de aceite de oliva, y dejé que todo eso empezara a hervir. Miento, busqué media docena de gambas que había congeladas y las eché también al cazo. Dejé que hirviera un poco, como tenía pensado y, a los cinco minutos, cogí el arroz de Calasparra, puse tres puñados en la zaranda, lo limpié, y lo fue dejando caer con un cuidado amoroso sobre el agua hirviendo. De vez en vez, durante los veinte minutos preceptivos de rigor, con la cuchara de madera tan quemada ya de tantas veces en la olla, removía todo aquello que olía ya a cielo bendito. Lo probaba de cuando en cuando cerrando los ojos y comprobando la evolución de aquel guiso que, por primera vez, estaba haciendo. Sin receta alguna. Lo he inventado yo, le dije. Lo sentía madurar entre mis dientes, ponerse tierno poco a poco. Cuando estaba ya casi a punto, cogí un huevo y lo eché encima de aquel arroz al que le faltaba un poco de azafrán de pelo. Me consolé con el colorante que encontré. Está a punto, me dije. Y corté el fuego, puse un paño de cocina sobre el cazo y dejé que se reposara. Así que, mientras aquello maduraba amorosamente, me serví un buen vaso de vino de Montilla, fresco, que tenía guardado para las grandes ocasiones. De postre, galleta de chufa: se muele la chufa y con su harina y agua se hace una pasta que se mezcla con otra de dátil y miel. Se les da forma cónica y se fríen con aceite de oliva.

José Luis Molina
Cañabardina, 22 marzo 2013

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