ALCALDESA DE ELIA |
Ascanio
había sido una utopía y ahora tampoco era un ser enteramente real.
Hacía
ya unos veinticinco años, cuando se estaba acercando a la crisis de los
cuarenta y ya conocía mejor que peor la vida, decidió por su cuenta irse a
vivir a otra ciudad –Elia– que se inventó en sus noches de insomnio.
Este acto, que si entonces parecía
rebeldía hoy sólo indica cierta tendencia al aislamiento e incluso a la
comodidad, porque así se evita el malestar de la convivencia, privándose de sus
beneficios, confirma en sí no sólo una utopía sino una imposibilidad.
Como es comprensible, Ascanio tenía
que trabajar para mantenerse. Por lo tanto, escapar de su mundo era un sueño
dorado, una ambición común a casi todos los seres humanos, normalmente
irrealizable. Así que, hasta él mismo se dio cuenta de la compleja y
contradictoria situación.
Pero era conocedor de la Historia. Y
recordó a otro Ascanio que se vio obligado a abandonar su ciudad, Troya, porque
el invasor la destruyó totalmente, la arrasó después de incendiarla para que su
memoria se borrase de la faz de la tierra.
Dos cosas, sin embargo, le
emocionaban de esta situación. El vencedor quiso ser magnánimo, o no tuvo más
remedio que aceptar algunas condiciones de los vencidos, y permitió que cada
uno de los supervivientes pudiese sacar y llevarse con él lo que más quisiese. Cada uno obró según era
o según su conciencia en ese momento, aunque asegura el historiador o aedos que
casi todos se llevaron consigo objetos de valor. Salvó así cada uno su riqueza,
oro, plata, o útiles necesarios. El padre de Ascanio era mayor, estaba enfermo
e impedido. Sin embargo, a pesar de que no le quedaban muchos años de vida,
como era su mayor tesoro, se lo echó a la espalda y así lo llevó hasta la playa
en donde estaba preparada la nave en la que debían hacer un viaje hasta donde
Zeus tuviese previsto. Desde entonces, exilio y hacer al ponto eran lo mismo.
De todo esto extrajo Ascanio
importantes enseñanzas que procuró le fuesen norma de vida. Aborreció el exilio
obligado, porque, no sólo era transterrar a gente que amaba su tierra, sino que
obligaba al castigado a enfrentarse a un futuro incierto ya que, de llegar a
tierra, no sabía cómo iba a ser recibido en su nuevo hábitat, lengua y religión
distintas, costumbres y usos morales diferentes.
Supo también que así tenía que
hacerse con los padres. No pudo cumplirlo con el suyo porque había fallecido en
su niñez pero cumplió perfectamente con su madre y con sus tías e incluso tenía
ciertos remordimientos al pensar que se podía haber portado mejor con ellas en
vida. Por eso jamás iba al cementerio, ni siquiera el día de difuntos, ni cuidaba
su nicho, ni le llevaba flores. Cuentan los que le conocieron y aún viven que,
cuando falleció su madre en circunstancias dolorosas y fue sepultada, se marchó
con sus amigos más allegados al Mesón, pidió una cerveza, salió a la puerta, la
levanto hacia el cielo y, bebiéndosela de un trago no sin esfuerzo, brindó por
ella. Después, se fue a su casa y redactó su epitafio: Pasó el ángel del
licor oscuro y la llevó a su lugar, que es el que se lee aún en la lápida.
Años más tarde explicó que ángel del
licor oscuro es como llaman los árabes al ángel de la muerte, vaya usted a
saber si esto es así.
No se sabe si Ascanio llegó a ser
magnánimo en su vida porque, la verdad, lo único que de él se puede decir es
que pocas cosas de la vida le importaban, aunque eso tampoco se lo creyeron los
que lo conocían de verdad.
Sigue contando la historia que,
después de un viaje accidentadísimo en el que tuvieron que soportar tormentas y
otras adversidades, llegó Ascanio a un lugar desconocido. Mas, a causa de las
desavenencias que ocurrieron con otros compañeros de viaje, hubo de hacerse de
nuevo a la mar y emprender otro periplo que lo condujo a otro lugar también
desconocido más al oeste, situación que les acercaba a las columnas de
Hércules, aunque hoy sabemos que estaba cercano a la actual urbe de Roma, en
donde fundó una ciudad a la que llamó Alba Longa.
Así que Ascanio fundó, como había
hecho su homónimo hace ya casi dos milenios, una ciudad a la que llamó Elia,
sólo que en su interior, de modo que teóricamente estaba en su ciudad física –Lugarico–
pero vivía en la fingida –Elia–.
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