miércoles, 22 de enero de 2014

CARLOS MURCIANO, Trío para cuerdos


En algún lugar del mundo debí coincidir con Carlos Murciano (1931) porque tengo en mi poder un par de libros por él dedicados después de 1989 o, tal ves, en ese mismo año. Seguro, seguro, que lo recordaré, si es que la desmemoria no sigue su avance. Posiblemente fue cuando Educación Compensatoria -Fernando, Esteban, Jesús y yo mismo- lo trajo a Lorca para promocionar algún libro suyo de literatura infantil, quizá El mar sigue esperando, que en 1982 había sido premio nacional de Literatura Infantil. Hoy traigo a estas páginas este librito porque lo presumo muy desconocido. Trío para cuerdos es premio "Jorge Manrique" 1981, pero publicado en 1989. Juega el poeta con un poema como si fuera una composición musical, ese trío para cuerda cuyas tres partes son Andante, Adagio y Presto. Para Leopoldo de Luis "es un poema tierno y amargo, atribulado y tangente al círculo helado de la desolación, quizá fruto de un momento de crisis".

Carlos Murciano


ANDANTE
Cuando un hombre termina, un hombre empieza.
Enmudecer de pronto es como el golpe
de la luna en el cielo del poniente,
roja y rebelde. Un hombre
comienza a agonizar desde que nace,
alienta entre estertores,
cubre con una máscara su terca calavera
y, bajo un pecho que respira, esconde
la podre fiel del corazón,
la piedra de los errores.

Pasea a un niño de la mano,
ama a quien no conoce,
engendra a algunos seres a los que entrega el nombre suyo
que ellos cambian por otro nombre,
hilvana unas paredes, construye unas palabras
tímidamente pone
candelas amarillas en mitad de la sombra
para alumbrar sus altos corredores,
y un buen día, cansado, asciende la escalera
de su más alta torre
y, desde allí, sin ira, vuelve atrás
la cabeza, desoye
las voces que le incitan a seguir caminando,
sus oscuras razones,
y posa la mirada sobre el paisaje yermo,
sobre valles, ejidos, cerros, montes
desnudos, lentos páramos
en donde el verde se hizo cobre;
ve lo que fue, lo que está siendo,
lo que va a ser en el instante en que se paren los relojes
y separen sus ojos de un solo tajo, frío
como el metal de las constelaciones.
Y, vencido, renuncia;
resignado, renuncia y reconoce
que no está en su destino escapar a la muerte
ni aun llevando en su sangre la sangre de los dioses. 
Como el pez que en la punta del anzuelo,
huésped del aire que lo acaba, rompe
su cuerpo contra el duro roquerío
inútilmente, contra el borde
de la desesperanza estrella, ciego,,
sueño y razón, vida y locura, el hombre.

Cuando un hombre termina, un hombre empieza
en su lugar de entonces
-de cuando respiraba- a respirar
-firmes escamas, branquias jóvenes-
lejos de cebos y de redes,
temblor de plata, pez insomne.
Pero la muerte acecha sobre el agua,
como la estrige sobre el bosque.

José Luis Molina
Calabardina, 22 enero 2014







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