domingo, 29 de mayo de 2011

PERRO


La primera vez que los vi estaba yo en la primera planta en donde tengo mi rincón de simple empleado. Eso es lo que soy. No has dado para más, me dijeron entonces y me repiten ahora, como para que me conforme, algunos más pobres y míseros que yo. Por dentro, claro, que por fuera parecen brillantes y quizá lo sean. También me pasa que me agobio en seguida si estoy tiempo de más en el mismo lugar, aquí tengo que permanecer ocho horas y las de propina, y suelo mirar por la amplia ventana de sucios cristales, manchados de sebosas manos ávidas de escapar de este sitio, que se abre a un pequeño espacio con pretensión de verde, cuatro grisáceos árboles enjutos y enfermizos, apenas si disfrutan de agua, rodeado por chalés importantes de gente que nunca aparece por su puerta ni por su cuidado jardín, como escondida siempre, temerosa de mostrar una riqueza vergonzante a los tímidos ojos de los escasos andadores de la mañana. Es, todavía, una de las pocas parcelas no construidas de la lujosa urbanización después de los tantos años de iniciada.
Desde que andar se ha convertido en un sano entretenimiento para los jubilados que desconocen cómo invertir su tiempo y para los cuatro que en calzón corto corren hacia no saben dónde, todos los chalés disponen de setos que los hacen impenetrables para los que creen en la terapia de los deportivos mientras ellos disponen de pistas de tenis y de piscinas de fondo azulado, todas iguales, como salidas del mismo diseñador, y convertidas en el no va más de la elegancia y el buen tono de los adinerados que, no sé por qué, deben sentirse arrepentidos de su boyante economía y no soportan que la gente como yo disfrute de la vista de su mansión quizá por si se la robamos con la mirada. Y no lo digo por envidia porque sólo es cuestión de dinero. Y hablar de dinero es como decir una perogrullada. Si uno se dedica a lo largo de toda su vida y de la sangre de los demás a almacenar billetes, se puede conseguir un mediano caudal porque siempre hay quien tiene más. Claro que todo conlleva su lado amargo: tantas horas de trabajo al día, de planes de enriquecimiento rápido, de zancadillas comerciales, de halagos hacia los detentadores del poder, de estar pendientes de esos negocios que nunca acaban de ir, dicen, quizá porque no quieren que los demás conozcan cuánto guardan escondido, las monedas bajo la losa, de no saber vivir sino para el vil pero preciado metal. Y es que poco podemos hacer sin la pasta, aunque muchos se conforman con la necesaria, están desposeídos de ambiciones porque su corazón se halla en otro lugar. Claro que, a todo esto no se añade el brillo social aunque lo facilita. Pero, ¿qué importa esta bagatela para los que no tenemos este tipo de creencias?
Desde la ventana del primer piso puedo disfrutar de la vista de una desnutrida palmera, octogenaria por lo menos, de la casa que se ha erigido el notario recién llegado, del huertecico gris que era de los curas en donde se reconstruyen las personalidades rotas de unos rotos hombres, de la esquina curiosa del museo etnológico, del solar en el que campea un cartelón en el que se puede leer que es un espacio reservado para construir un club elegante y del patio semimísero de los niños mágicos que acuden al colegio y que juegan con enorme griterío.
Pues bien. En ese espacio que abarca mi mirada como si fuera, y lo es, todo un mundo de cosas que despierta impresiones no muy concretas, vi y miré entonces, y continúo haciéndolo aunque sea en mi mente, un espigado jovencito acompañado de un perro precioso del que no sé decir ni su raza ni su religión pero que se parece a los que he visto en las películas que se ruedan en partes frías de este mondo cane en el que las cosas son porque son. Lo más bonito de este grato animal no son los ojos, sino los círculos que los rodean que me parecen de colores amenos aunque quizá sólo destaquen uno blanco y otro dorado. La verdad es que lo creo perro inapropiado para tenerlo en una región tan cálida como esta llamada Sureste.
Por entre todo el entreverado de cosas que diviso desde la sucia ventana de la primera planta y por delante del museo, discurren lentamente dos caminos paralelos y equidistantes, uno de tierra, quizá sea albero pues está tan de moda desde unos años a esta parte ponerlo donde antes sólo había terregal autóctono, de bancal para la sementera, y otro asfaltado como exige la sublime civilización actual, pero de modo irregular como se suele hacer. Esos son mis caminos, mi andadura en los días en que me encuentro como un pavo relleno, hinchado, ahíto en suma. A mi edad, la que tengo, hipertenso, propenso a la retención de líquidos y a la hinchazón de mis tobillos, por prescripción facultativa debo caminar, no puedo hacer camino donde ya está conformado, para evitar nuevas dolencias imprevistas, séase infarto o cosa semejante.
A mí me da igual salir de este mundo por eso o por causa similar o parecida, porque sé que morir es algo de lo que no se puede escapar o, como dicen los optimistas, la única certeza infalible desde el propio nacimiento, a veces desgraciado. Alguien, de modo idílico, lo dijo más bonito: "la muerte es la nada de la vida, no hay en ella felicidad". En consecuencia, hago caso omiso de esta prescripción y únicamente ando, de modo más bien desapasionado, errático, cuando me apetece, que es casi nunca. Pero ese es el camino por el que transito con mis pensamientos, a mis soledades voy, cuando me decido a andar. Y es que me parece un tiempo perdido el que gasto en este menester aunque reconozco que me hallo mejor cuando, con mi tripa a cuestas, enfilo la Olmeda de los Chopos para desembocar, por los Pasos de Santiago, a la Senda de los Tenorios, exactamente por detrás de esa maldita planta primera desde la que también diviso las copas terrosas de algunos cipreses que suben desde el suelo de sus dueños hasta el cielo que me cubre, ese noble cielo protector de tanto desheredado como quedamos en el mundo.
Así que era irremediable mi encuentro con el chico del perro que lo llevaba por esos solares para entretenerse él, que el animal no entiende de eso ni sabe cuándo los días ni cuándo las noches son. Lo llevaba con su collar y su correa hasta que llegaba allí y entonces lo soltaba. Tampoco se alejaba mucho de su alrededor porque el chico, desafortunado en su origen, como habría aprendido de otros, le arrojaba un trozo de palo que había sido abandonado a su suerte en aquel lugar pestoso para que saliera corriendo y se lo devolviese baboseado. Y el perro se prestaba a ese juego quizá porque sabía que su amo apenas podía hacer otra cosa además de gemir algún que otro misterio y echar una mirada intensamente desvaída por ese alrededor neutro que lo sumía en el desencanto de lo no comprendido.
Las primeras veces que pasé junto a ellos sólo me ocupé de observarlos con el rabillo del ojo para que no sufrieran desasosiego el tiempo que tardaba en cruzármelos, poco a la verdad. Mas después, de nuevo instalado en la rutina del trabajo que me duraba ya más de treinta y siete años, cuando me asomaba por la ventana de cristales que pocas veces merecían un fregoteado a fondo, bastante porquería tapaban las persianas, volvía a pensar en el chico del perro y me sentía muy entristecido. ¿Me hubiera cambiado por él? No, porque los perros nunca me han gustado para mi compaña, si eran de otros los miraba displicente. Sí, porque al menos hubiera escapado de las cuatro paredes que me conocía de memoria por tantos años de permanencia en su cutre interior. Y tal vez, conociendo la vida diaria, se podía pensar que lo mejor era no tener posibilidad de darse cuenta de cuanto acontecía en ella.
Así que decidí pararme con el ángel caído cuando me lo encontrara en mi estúpido caminar, poco trecho recorría en la mayoría de las ocasiones, y que efectuaba para responder con mi rutinario sí a la pregunta rutinaria del ¿has salido a andar esta tarde? con que me saludaban en casa, si es que había alguien cuando volvía de mi soliloquio o si es que aquello era una casa.
Al principio acortaba el paso, suelo moverme deprisa hasta romper a sudar, y contemplaba a los dos enfrascados en su costumbre, palo va, perro viene. Después ensayaba un tímido adiós o un hasta luego que intentaba ser cordial aunque yo sabía que no lo resultaba pero que obligaba al joven a responderme con un algo que no sonaba a palabra sino a gruñido, aunque yo prefería decirme me llega así el habla por la distancia, ¡qué cándido!, tal vez jugando a engañarme, a ocultar la realidad. Claro que eso hacía desde un tiempo a esta parte conmigo mismo. Luego no me traicionaba. El perro, que me pareció triste por sumiso y resignado, ni me miraba, no tenía por qué conocerme. Hasta que un día cualquiera me senté junto al joven, en el bordillo de una acera que allí concluía, tras ser ancha y civilizada hasta pasado el museo. Cuando el chico se cansaba de echarle lejos el palo al perro, se sentaba allí y se entretenía dibujando una y otra vez con un guijarro signos indescifrables sobre la tierra endurecida justo donde acababan sus pies. Luego lo tiraba y lo cogía, lo tiraba y lo cogía. Y así hasta que entendía que se había acabado el tiempo permitido, ponía la correa al perro e iniciaban una despaciosa marcha que se hacía indefinida a la pobre luz del otoño que se apagaba un poco más allá.
Un día cualquiera, sin otra personalidad que la de ser día, comencé a preguntarle:
- ¿Cómo se llama?
- Peeerro -tardó en contestarme.
Y en seguida el silencio. ¡Qué trabajo costaba arrancarle una palabra! Y es que tampoco podía tener muchas dentro de su cabezota de pelo rizado y abundante que en ocasiones tapaba con una gorra de las que regalan los comercios que hacen publicidad. Llevaba yo cuando salía a andar y me ocupaba en ordenar mis decepciones una azul que me habían comprado en un viaje que habíamos hecho al Puerto de las Tres Carabelas en Moguer, cuando estuvimos a ver la casa museo de Juan Ramón Jiménez, el del platero menudo y suave.
- Ten. Es más bonita que esa. Al menos no le haces publicidad a nadie.
No esperaba que me contestara reconociendo mi desprendimiento pero sí que mostrara algún interés en ella. Quizá buscara una gota de luz en sus ojos de pestañas cansadas ocultas por unas gafas de más cristal del que debieran. Pero no dio la menor seña de haberle gustado mi obsequio. Así que no tuve más remedio que ponérsela en la preciosa cabeza de aquel perro compañero taciturno que tampoco se inmutó. Era ya más de atardecida que de costumbre cuando me levanté para irme. Hizo lo mismo pero, en un arranque rápido, quitó la gorra al perro y se la puso, tirando la suya hasta donde le llegó la fuerza de su mano. El perro, según su costumbre, corrió hacia ella y, asida por la boca, caminó detrás del paso cansino de su amo.
Como cada tarde me quedaba con ellos perdí la costumbre de andar. Allí, como dos tontos, pasaba un largo rato en el que se repetía siempre la liturgia de la tarde anterior.
Tenía el pelo tirando a rubio desteñido, quizá parecido al color de la paja, la cabeza alargada y aferrada a un largo cuello delgado, los ojos como gárgoles, los párpados ribeteados de pus, las cejas pobladas y moteadas de pelo blanquecino, las orejas desprendidas y algo deformes, la mirada triste. Eso es lo que más destacada. Era una mirada cansada, sabia, como si supiera cuanto de trágico había en él mismo, con cuánta necesidad había llegado a este mundo, con qué poco se iba a marchar de él. Sin embargo, había sido afortunado en su cuerpo en el que no se le apreciaba ninguna deformidad. Pero era un desaliñado para vestir. Llevaba cualquier cosa: unos pantalones vaqueros y un jersey corto que dejaba al aire su ombligo redondo o una camisa descolorida y casi andrajosa con un bañador por todo calzón. Este es más pobre que yo, me decía sorprendido no tanto de su desaliño como de mi ruindad, no tenía otra cosa en que pensar.
- No conozco a tus padres.
- Yooo taampoooco -me contestó. Pero ese tampoco sonaba a zampoco, a palabra que se resiste a abandonar su hospedaje, que se niega a salir y tropieza, deforme, en cualquier lugar.
Los silencios que con él tenía me enseñaron a hablar menos, poco, a veces nada, aunque, la verdad, tampoco tenía yo quien me preguntara mucho.
Llevaba yo en mi muñeca izquierda una pulsera de hilo hecha por unos emigrados, tal vez andinos, que pusieron un tenderete en una calle de las principales de Santander una tarde en que paseaba por allí, cuando el viaje de vacaciones que organizaron mis compañeros y me llevaron de hombre a su servicio mientras mi corazón volaba hacia Elia, que mucho me asustaban los lugares que no identificaba como los de mi vida igual de cada día dánosle hoy. Me la compré, fue el único recuerdo que me traje, la hubiera podido adquirir en cualquier otro perdido rincón del mundo, es verdad, sobre todo cuando la gente espera que se compre uno algo típico en tierra tan bendita, y no me la quitaba nunca, quizá porque significaba más de lo que yo me creía o porque no sabía desatar aquellos sabios nudos con que me la cerraron a la muñeca. Era de colores vistosos y de dibujo geométrico y cuando necesitaba perderme de donde estaba sólo tenía que mirarla. Ahora salió fácilmente.
- En tu mano queda mejor que en la mía.
Cuando dijo gracias llenó mi cara de saliva, una lluvia menuda de afecto y candidez. Así que no se lo tomé a mal. Y me satisfacía que de vez en vez se la mirara y le pasase los dedos por encima como en una tibia y torpe caricia.
Casi al final de octubre sabía ya medio hablar como él y media historia de su vida. No había en ella, afortunadamente, nada importante. Sólo miedos, abandonos, silencios, soledades, profundos pozos de ternura no derramada, necesidades no cubiertas, ansias de besos y cariños maternales. Pero esta carencia entra dentro de la normalidad, posiblemente también me pase a mí. Se lo dije, pero no lo pudo entender. No insistí demasiado porque no tenía por qué angustiarlo. Así que le enseñé la palabra amigo.
- Amuiiigo.
- Te voy a ser sincero -le dije. A mí también me costó trabajo saber pensar y hablar por mí mismo.
Pero no prestó atención a la tristeza de mi confesión.
Nunca le seguí, nunca pregunté a nadie por él. Nunca pretendí saber quién lo cuidaba, quizá una abuela desconsolada. Nunca quise pensar hasta dónde se me aferraba para no perderse en el desangelado vacío de lo que nunca iba a poseer. Era mejor hablar de su perro.
- Perro tiene mucho pelo -le dije.
Pero se había olvidado de él que permanecía escondido entre sus piernas y no corría más tras un sucio y cochino palo. Ni se movía. Nada le llamaba la atención. Tenía la mirada perdida en la misma nada de su amo.
Por eso no me extrañó que unas tardes después llevara unas tijeras en la mano y se sintiera feliz cortando el pelo a Perro que se dejaba hacer como si así permitiera la felicidad de su compañero.
Luego desapareció.
Al cabo de un tiempo, en un día muerto del mes de noviembre, volví a ver a Perro, trasquilado y triste, sucio y desamparado, hurgar en aquel solar en busca quizá del palo que su amo le alejaba tarde tras tarde para sonreír cuando se lo llevaba de nuevo, en un juego siempre repetido y siempre nuevo, lleno de baba y de bondad.
Quizá por eso me asomo aún a la pobre ventana. Por si todo volviera a ser al menos como antes y aún viera al torpe muchachote infeliz que, sin decir nada, desapareció un día cualquiera de este otoño infame, dejando como reliquia un perro más abandonado que él, que lo había tenido como compañero inseparable. Claro que inseparable, inseparable, lo es uno de sí mismo. Lo demás son mandangas. Me imagino que tampoco para Perro la vida volvió a ser nunca lo que antes. Pero eso hasta me está pasando a mi casi sin darme cuenta.
                                 Fotos: J. L. M. Pertenecen a la colecciñon PEDANÍAS ALTAS

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