Sucedió todo de modo imprevisto, al menos en mi opinión, aunque, al preguntar a la gente, todos lo daban como esperado con mucha anterioridad. La maldita tenía la cabrona costumbre de sacar a pasear a la mierda de perra que tenía, un repitajo que no levantaba tres cuartos del suelo, a primera hora de la mañana. Le llevaba el desayuno que le ponía en una taza que sacaba de una bolsa asquerosa, sopas de leche que adornaba con un rocío de canela de un tarro miserable que ocultaba también en el fondo de la bolsa. La perra, pequeñuja y repelente, caminaba, tardona, detrás de ella. Cuando llegaba, a la altura donde la esperaban los mininos, sobre el muro que encauzaba la rambla, ponía también comida para gatos, que compraba en el supermercado cercano a su domicilio, y allí mismo, el muro por mesa, se ponían a comer. Al poco llegaba la paloma y del festín participaba. Y, de andar cercana, también la gaviota se acercaba a ver qué podía coger. Pronto aparecía el marido chillando como un poseso y amenazándola con no sé cuantas maldades si seguía en su deleznable costumbre. Ella ni le hacía caso ni le contestaba.
Pero aquella última mañana, pasó de seguido y no hubo amenazas sino que saludó con mucha reverencia.
-¡Vaya usted con Dios, señora María! -dijo, muy educadamente
-¡Vaya usted con Dios, señor marido! -le contestó la señora amante de los gatos perdidos.
Continuó el hombre su camino hacia la mar y ello lo estuvo mirando hasta que se perdió de vista.
Cuentan las gentes que el hombre embarcó en barco de pescadores y se quedó en puerto marroquí, al otro lado del mar, pasada la isla de Alborán. Y cuentan que, al darle la noticia el que lo llevara en su barca, comentó:
-¡Dios le guarde! No era hombre para vivir acompañado.
José Luis Molina Martínez
Calabardina, 11 septiembre 2012.
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