miércoles, 30 de mayo de 2012

IPSA SENECTUS EST MORBUS

Hammershoi

Porque el destino ha querido, los antiguos solemos decir que Dios lo ha permitido, quizá porque practicamos aún la fe del carbonero, he de bajar de Calabardina a Águilas todos los días laborables, para que mi santa pueda hacer la rehabilitación prescrita y por el traumatólogo que la operó dos veces por una caída en la acera que está delante del derrumbado edificio llamado Residencia San Mateo. Se dejaron la baldosa para que una persona mayor se dejara los sesos en el suelo. Ya contaré el día que me coja enfadado con el mundo, las circunstancias del caso. La clínica de la rehabilitación se encuentra casi enfrente de un geriátrico que hay al lado de lo que era Hospital de San Francisco y ahora es juzgado de Paz. En dicho geriátrico, o residencia como gusta llamar ahora al lugar donde los mayores esperamos la muerte, acaba sus últimos días un amigo de Lorca con el que suelo hablar cuando sale a la calle y yo ando sentado en algún banco escribiendo algo. Después de la última conversación, me puse a la labor diaria que ejecuto mientras mi santa anda con el "fisio". Así quedó la cosa.

¿Cuándo acabará el deseo de la paz
inalcanzada? ¿Cuándo habrá un remanso
para que descanse la corriente clara,
pura, cristalina, cabe los álamos de la orilla
y olvide el viaje hasta la mar que el es morir
ansiado? ¿Cuándo llegará el día silencioso,
silenciados ahora por el propio deterioro
de la edad, en el que veamos la letra de la
canción antes del crepúsculo, antes de que
la bruma envuelva árboles del bosque
y la memoria que flojea como las fuerzas
corporales?

                     Al cabo del recodo, un camino
de abetos que hasta el país en el que habitan
los míos conduce:
mi padre olvidado,
muerto joven sin el amor de los dioses;
madre amada, con quien me placería hablar
las cosas que no le dije en vida.
Se acercan y vociferan aformes discursos:
me reclaman diligencia, comprensión, actitud
favorable. No les escucho. Acabo de orinarme
encima, la próstata enemiga insumisa,
no tuve tiempo de llegar al aseo. No encuentro
los útiles de limpieza y lloro, débil soy ya
para solucionar problema tamaño.
A cada día le basta su afán
y cada mochuelo vuela a su olivo. 

                                                        Sí, lo escucho,
mientras en mi interior reía por no padecer,
por no creer cuanto me decían mis allegados.
Y aquí estoy, cansado del viaje, ahíto
de no poder seguir cuanto es mi cotidiano
existir,
pasear estúpidamente de acá para allá,
mientras
las camisas siguen sucias en la bolsa donde
escondo mi ropa, con manchas de aceite
de la tostada, que no debí comer antes de
hacerme el análisis de glucemia
que envenena mi sangre, y la tensión
solapada que crece por todo esto que me
abruma y no encuentro el lugar
en el que puse las pastillas y no las tomo.

                        Ahora me dejan un rato libre
y empuño un pilot como arma avanzada
que ensuciará un papel en blanco
con las quejas que a mí mismo me dirijo
porque soy el autor de mis propios estropicios
y no me dejan gozar mi tiempo, las páginas
del libro, el banco en el que me asiento
en la alameda que acerca los pinos
a ese mar que es el morir sólo de edad,
sólo de tedio,
sólo de soledad y silencio ansiado,
mientras no tienes
cerca gentes y cosas que amaste y amas,
personas que se van y vienen y tú esperas,
en eterno retorno, su sonrisa cálida
que tal vez llegará la semana que viene,
el mes que viene,
el año que viene, o tal vez nunca.
Sí, lo entiendo, mi vida no debe chapar
la tuya, mi vida sólo debe depender
de los recuerdos de antaño.
De todo esto sólo me estorba
saber que vivo en claustro abierto
y que en mi jardín
los árboles sólo tienen las ramas secas.
A su sombra me arrimo, mientras
las horas pasan en el banco de la orilla
de la Cala, hasta que la noche me lleva
a la pastilla que me ayudará a dormir,
que es el morir que llega poco a poco
y yo espero con la maleta en la mano,
mi equipaje preparado:
sólo quedará de mí cuanto escrito
me ha permitido vivir
como si fuese un poeta,
un hombre que sueña.

Calabardina, 30 de mayo de 2012
José Luis Molina Martínez

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