Portada de la antología de Ana Inés Bonnin Armstrong, LA ESPERANZA DEL AMANECER |
ALMA. Acaba de ver la luz el segundo cuaderno de “Alma”, publicación especialmente dedicada a nuestra poesía actual, editada y conducida por Josefina Romo Arregui, distinguida poetisa a más de investigadora de nuestra historia literaria. En este número de “Alma”, se insertan poemas de A. I. Bonnin, C. Suárez de Otero, C. Laborda, G. Quijano, M. Sola, Argumosa, Salomón, Garfias, Vega, Oliver y Valdés.
Puesto a trabajar sobre la pista, resulta que de ALMA no he podido encontrar nada. Hasta ahora. Porque seguiré en el intento hasta que desfallezca, cosa no acostumbrada en mí.
Hoy me voy a entretener en dar a conocer a los colaboradores de este número de la revista de poesía, dedicación propia de hombres por estas fechas, aunque la mujeres no faltan afortunadamente.
La primera es A. I. Bonnin, o sea, Ana Inés Bonnin, natural de Ponce (Puerto Rico), donde nace en 1902. Viene, niña aún, primero a Mallorca y después a Barcelona. Además de escritora es pintora. Fallece en 1969. Publicaciones suyas son: Fuga (1948), Poema de las tres voces (1949), Luz de blanco (1952), entre otras obras de poesía, pues también se dedica al teatro. En la actualidad, se puede leer una antología de su obra, La esperanza del amanecer, edición al cuidado de María Payeras Grau. Se puede localizar esta obra en Sefarad Editores, en Collado Villalba. Un ejemplo de su poesía:
HOMBRES DESCALZOS
Grávida luz, me hiere tu silencio;
quéjate, grita, rómpeme la sangre
con un feroz escalofrío.
Será la muerte, sí, pero no importa.
¡Morir hasta que el mundo resucite!
Morir hasta que sean en el mundo
los hombres recorriéndolo descalzos:
¡la humanidad por fin enriquecida!
Hombres descalzos;
por su planta desnuda, justos, buenos.
Hombres que al ir andando en carne viva.
sintieran el dolor de cada hombre
latir en cada piedra que rozaran;
sintieran cada gota de rocío
temblar a cada sed, a cada lágrima,
morir a cada muerte, y gota a gota,
encadenando así nuevos rocíos.
Hombres descalzos;
por su planta desnuda,
sobre la tierra lentos y seguros,
como una enredadera sorprendente,
como si Dios sus águilas postrase,
y fueran en el mundo las palomas.
NO ME DEJES, AMOR, EN LA AÑORANZA...
No me dejes, amor, en la añoranza.
Dame, por fin, seguro y alto vuelo.
Desarráigame, fíjame. Recelo
que aquí no lograré paz ni bonanza.
Mi sed inextinguible se abalanza
y busca un ancho río, paralelo
de un mísero y exhausto riachuelo.
¡Amor! Sacia mi sed; dame pujanza
para volcarte en molde sin orillas.
¿Por qué, por qué te ciñes y encastillas
cuando posees fuerza de coloso?
Quisiera derramar esta ternura,
que rebasa mi pecho, en la mesura
de un pecho inmensamente generoso.
Te busco y no te encuentro. ¿Dónde moras?
¿Lates sin realidad? ¿Eres un mito,
una ilusión, un ansia de infinito?
Y si amaneces, ¿dónde tus auroras?
¿En qué tiempo sin tiempo van tus horas
desgranándose plenas? ¿Nunca el grito
humano dolor quiebra el bendito
silencio que te envuelve? ¿Nos ignoras?
Partículas de ti fueron llegando;
mi mar inquieto se convierte en río;
hay trinos en el aire, canta el viento.
Canta la vida toda. Por fin siento
que estés, pero, dime, dime: ¿cuándo
puedo saberte para siempre mío?
(Continuará).
José Luis Molina Martínez
Calabardina, 25 octubre 2012
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