Después de muchos años, tuve la oportunidad de volver a
la casa de mi abuela, en Baza, en la calle del Agua.
Los pequeños y decorados peldaños que subían hacia
su casa habían perdido el color y la definición que los engalanaba, pero dejaban
entrever la belleza que en otro tiempo lucieron y se lamentaban, como el
anciano cansado, con un crujir ronco, bajo mis pisadas.
Sentí la baranda, deslizándose bajo mis
manos, suave y lisa en unos tramos, y rugosa y carcomida en otros, pero
resistiendo firme el paso de los años.
Pude oler de nuevo aquel penetrante olor a
madera y humedad que rezumaban los poros de aquellos muros. Lo único que seguía
fiel a mi memoria era la claraboya vidriada, de varios colores, que difuminaban
la luz que, tímida, entraba por ella, creando un gran foco de turbios colores
iris que se proyectaban en la escalera.
Seguí subiendo peldaños hasta llegar a la
solana, la parte más alta de la casa, que antaño servía para secar los
embutidos de las matanzas que cada año
realizaban, convertida ahora en un lugar lleno de objetos que en su día tenían utilidad. Entreabrí
la puerta y un brillo de sol opaco ocupaba la estancia, múltiples chismes tapados con mugrientas
sábanas se apilaban a la derecha y, en medio de aquel cuarto, envuelta en
polvo, silencio y olvido, encontré la vieja máquina de coser de mi abuela. De
pronto la recordé, siempre había estado allí, escondida entre los recodos de
mi memoria. Me senté en aquel rincón de mis recuerdos, evocando sonidos e
imágenes que creía olvidados.
Vi a una mujer encorvada y sentada ante
aquella máquina, pasando retales bajo una aguja que danzaba en un compás
acelerado y monótono, punzando aquellas telas que se movían rápidamente entre
puntadas dirigidas por trasparentes manos, acompasando a un pedal movido
por piernas ocultas bajo unas tupidas
medias de luto riguroso, que, mientras se balanceaban rítmicamente, hacían posible todo aquel entramado.
Una niña, sentada en un suelo de pequeñas baldosas,
con sinuosas cenefas en blanco y verde imposibles de definir, con las piernas
cruzadas frente a la luz que entraba por la ventana, canturreaba con voz muda,
mientras amontonaba piezas de madera que recogía de la carpintería de su tío
cada vez que lo visitaba.
Cuando el sonido se detenía, volvía la
cabeza para observar cómo la abuela, acercando y ladeando la cabeza, cortaba
con los dientes el hilo sobrante de la costura, para cambiar la bobina y con ímprobos esfuerzos intentaba volver a enhebrar
la aguja, hasta que lo lograba y comenzaba de nuevo el compás del pedal.
Volvía
la niña a su canturreo, mientras seguía jugando con una muñeca despeinada a la
que cambiaba incansable los tres vestidos que le había cosido su abuela, mientras
un entrañable eco de apacible paz envolvía aquel lugar. La luz de la tarde, el
sonido de las golondrinas gritando tras la ventana, guiaban el ritmo de un
momento detenido en mi memoria, el sonido de un pedal, una abuela y una niña
jugando en el suelo con su despreocupado canturrear.
Fue todo lo que pude entrever sentada desde
el rincón de mis recuerdos, una abuela, una máquina de coser y a una niña que
era yo.
AMOR HERNÁNDEZ
Calabardina, 16 marzo 2014
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