domingo, 16 de marzo de 2014

María del Amor Hernández. LA VIEJA MÁQUINA DE COSER

          


Después de muchos años, tuve la oportunidad de volver a la casa de mi abuela, en Baza, en la calle del Agua.

   Los  pequeños y decorados peldaños que subían hacia su casa habían perdido el color y la definición que los engalanaba, pero dejaban entrever la belleza que en otro tiempo lucieron y se lamentaban, como el anciano cansado, con un crujir ronco, bajo mis pisadas.

   Sentí la baranda, deslizándose bajo mis manos, suave y lisa en unos tramos, y rugosa y carcomida en otros, pero resistiendo firme el paso de los años.

   Pude oler de nuevo aquel penetrante olor a madera y humedad que rezumaban los poros de aquellos muros. Lo único que seguía fiel a mi memoria era la claraboya vidriada, de varios colores, que difuminaban la luz que, tímida, entraba por ella, creando un gran foco de turbios colores iris que se proyectaban en la escalera.

   Seguí subiendo peldaños hasta llegar a la solana, la parte más alta de la casa, que antaño servía para secar los embutidos de las matanzas que cada año  realizaban, convertida ahora en un lugar lleno de  objetos que en su día tenían utilidad. Entreabrí la puerta y un brillo de sol opaco ocupaba la estancia,  múltiples chismes tapados con mugrientas sábanas se apilaban a la derecha y, en medio de aquel cuarto, envuelta en polvo, silencio y olvido, encontré la vieja máquina de coser de mi abuela. De pronto la recordé, siempre había estado allí, escondida entre los recodos de mi memoria. Me senté en aquel rincón de mis recuerdos, evocando sonidos e imágenes que creía olvidados.

   Vi a una mujer encorvada y sentada ante aquella máquina, pasando retales bajo una aguja que danzaba en un compás acelerado y monótono, punzando aquellas telas que se movían rápidamente entre puntadas dirigidas por trasparentes manos, acompasando a un pedal movido por  piernas ocultas bajo unas tupidas medias de luto riguroso, que, mientras  se balanceaban rítmicamente, hacían  posible todo aquel entramado.

    Una niña, sentada en un suelo de pequeñas baldosas, con sinuosas cenefas en blanco y verde imposibles de definir, con las piernas cruzadas frente a la luz que entraba por la ventana, canturreaba con voz muda, mientras amontonaba piezas de madera que recogía de la carpintería de su tío cada vez que lo visitaba.

   Cuando el sonido se detenía, volvía la cabeza para observar cómo la abuela, acercando y ladeando la cabeza, cortaba con los dientes el hilo sobrante de la costura,  para  cambiar la bobina y  con ímprobos esfuerzos intentaba volver a enhebrar la aguja, hasta que lo lograba y comenzaba de nuevo el compás del pedal.

    Volvía la niña a su canturreo, mientras seguía jugando con una muñeca despeinada a la que cambiaba incansable los tres vestidos que le había cosido su abuela, mientras un entrañable eco de apacible paz envolvía aquel lugar. La luz de la tarde, el sonido de las golondrinas gritando tras la ventana, guiaban el ritmo de un momento detenido en mi memoria, el sonido de un pedal, una abuela y una niña jugando en el suelo con su despreocupado canturrear.

   Fue todo lo que pude entrever sentada desde el rincón de mis recuerdos, una abuela, una máquina de coser y a una niña que era yo.

AMOR HERNÁNDEZ

Calabardina, 16 marzo 2014


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