Esta novela de 1980 aparece en Círculo de Lectores en 2014. Lo traduce al castellano Vicente Campos González, treinta y cuatro años después. Lo cual no deja de ser una pena. Lo que más me agrada de los libros del Círculo son sus pastas de cartón. Me recuerdan mis catones y enciclopedias de Edelvives o mis libros de griego de mis estudios humanísticos, aquellos en los que el hombre era -lo sigue siendo- medida de todas las cosas.
Si los que ahora chillan en la playa como canes rabiosos hubieran tenido mi tipo de estudios, chillarían menos o nada, porque tendrían otra sensibilidad. Entrado el invierno, pensaré qué voy a hacer, de nuevo, con mi vida. Viví aquí hasta el terremoto como si fuera el paraíso terrenal, playa añadida. Del terremoto para acá, tanta gente junta, familia incluida, problemas que quien puede no sabe solucionar -o no quiere- y tampoco hace caso de nadie, me está poniendo a reflexionar y voy a buscarme otro retiro en lugar menos mediterráneo para poder vivir tranquilo y morir en un hogar del pensionista o algo así. Al menos viviría tranquilo.
Cuando era joven -hace 39 años-, leí una novela titulada La vida sencilla, de Ernst Wiechert (1887-1950), aparecida en 1939 en Alemania y publicada por Plaza-Janés en 1976. La tengo por algún lado. Predominaban los valores humanistas y su autor se opuso, hasta ser condenado al campo de concentración, a la ideología nazi. El protagonista buscaba lo mismo que yo ahora. Simplemente era un alejarse de las ocupaciones sociales, económicas y hasta familiares, y un acercamiento a la naturaleza. Ya había vivido -como yo- todo lo que hay que vivir y regresaba, al silencio, a la soledad, al enriquecimiento interior.
Otra novela que me gustó casi por lo mismo es La buscadora de conchas, de Rosamunde Pilcher, que leí en 1987 y que ahora mismo tengo encima de la mesa del comedor puesto que mi santa está cuidando de su señor toda esta semana y dispongo de más libertad.
Por eso no tenía más remedio que gustarme La vida hogareña, aunque de hogareña tiene poco, pero sí es un refugio para solitarios y rebeldes. Atrae la complejidad de los personajes. Esas vidas, en las que los niños crecen ajenos a las familias casi siempre destrozadas, me fascinan. ¿Por qué? Muy sencillo. Porque me reconfortan. Todos esos niños se hacen adultos y viven. Se hacen hombres y mujeres y viven. Así que me alegraba saber que el afán de supervivencia, de sucederme algo, facilitaría el que mis hijos crecieran y vivieran esta vida que es la única vida que conocemos y, aunque no sea todo lo buena que quisiéramos, nos cohesiona y nos hace fuertes, aun cuando el deseo sea separarse. Cuando se ven las cosas tan claras, hace más daño no poder romper de un tajo tanto inconveniente que no tiene sentido y es fácil eliminar.
En esta novela, Ruth y Lucille superan la muerte de su abuelo, el espectacular suicidio de la madre, la vida junto a su abuela primero, con dos tías abuelas solteras después, y finalmente con Sylvie, hermana de su madre. Lucille destruye la vida de Ruth y Sylvie, pero algo dice que todo acabará como debe, es decir, como Dios quiera. Todo eso sucede mientras llegan a la adolescencia y quieren vivir, como yo, una vida sencilla, ni siquiera hogareña, que eso es mucho pedir. Es una novela lenta en la que suceden muchas cosas lentamente. Marilynne Robinson sabe contar.
Léanla, puñeta.
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